Voces. Miles de voces. Es un museo de voces. Han reconstruido el polvo, han rearmado vidas despedazadas, han rehecho historias, han devuelto a la luz los papeles semi quemados que recogieron del escenario de la tragedia o de donde el viento quiso depositarlos; han recogido y exhiben credenciales, registros de conductor, tarjetas de crédito, billeteras, anteojos, zapatos, cualquier vestigio de vida pasada y trunca que devuelva a sus dueños, aunque sea por un breve lapso, al hoy que les mutilaron. Pero lo que llega de todas partes son las voces.
El Memorial Museum 9/11 de Nueva York, a un año y medio de su inauguración por el presidente Barack Obama, y a casi quince años de los atentados que demolieron las Torres Gemelas del World Trade Center, es más que un homenaje a los 2973 muertos fijados por la historia oficial que hasta peca por optimista: es también un enorme alarido silencioso contra el terror desatado con el que, el 11 de septiembre de 2001, este milenio flamante debutó en el terrible ejercicio bíblico del polvo y de la sangre.
Se levanta en las entrañas de lo que fue el WTC, en las tripas de las Torres de donde se alzan, como dos manos gigantescas que claman al cielo, los restos herrumbrados, oxidados y torcidos de dos vigas que alguna vez fueron el pedestal de acero con el que se celebró la inauguración del Centro Mundial de Comercio, el 4 de abril de 1973. Aquel era un mundo en crisis, de guerras armadas y de ajuste petrolero; era un mundo feroz que tallaba una nueva relación de poderes en la que empezaba a configurarse, como un factor más, el fanatismo religioso. Pero la ferocidad de entonces no hacía pensar en la destrucción de aquella aventura estética, veintiocho años después, de aquel desafío ético que simbolizaban las altas Torres Gemelas, a manos de dos aviones cargados de pasajeros y conducidos por terroristas.
En la entrada del Memorial 9/11, las primeras imágenes, y las primeras voces, remiten a las escenas del final de la Segunda Guerra: son los carteles desesperados que los familiares de las víctimas dejaron en búsqueda de los suyos. “¿Usted lo vio?” Y las voces, que llegan a través de la penumbra, porque el Museo del 9/11 es un museo en penumbras, acercan el terror de aquella mañana, los pedidos de auxilio, alguna voz serena que aclara: “Es un fuego enorme en la Torre Norte. No es algo común. Algo raro pasó”.
El sitio del Memorial dedicado a guardar la memoria de las víctimas también contiene voces. Y fotos. De casi todos los muertos. Donde no hay fotos, la imagen fue reemplazada por una hoja blanca de roble. Alineadas en las cuatro paredes, los muertos sonríen orgullosos, esperanzados, confiados y seguros en su flamante uniforme, bajo su gorro de graduados, en su traje de bodas, con la camiseta del equipo de hockey. Y en las mesas adyacentes, a través de un simple teléfono, se escuchan las historias de vida de cada uno contada por amigos, padres, hermanos, parejas, hijos, los círculos concéntricos de la tragedia, que intentan devolverlos a la vida a través de los recuerdos simples, entrañables, domésticos.
Protegidos por cristales, las familias de las víctimas han dejado para el futuro los objetos del ayer: una pashmina, los guantes de box con los que Ralph soñaba ser campeón, una pelota de golf, una raqueta de tenis, unas Nike Air gastadas, un telescopio de mirar estrellas.
Entre esos objetos hay una camiseta deportiva de piqué, con listones celestes y blancos y el escudo oro y azul de la AFA. Fue de Sergio Gabriel Villanueva, que nació en Bahía Blanca en 1968, llegó a Estados Unidos a los dos años, se hizo policía primero y bombero después; en el cuartel lo recuerdan tal como era, fanático de Boca, afónico en la alegría de la gloria y en el fiasco de la derrota; buen delantero: el 10 de septiembre le dio la victoria al equipo de su cuartel cuando faltaban dos minutos para el final. Al día siguiente murió en el WTC después de que el segundo avión, United Airlines 175, diera de lleno en la Torre Sur. Allí está su camiseta, vacía de sudor y de entusiasmo, soñando su regreso a casa.
Lo que te mata son las vidas truncas. Y como aquí han logrado rearmar los fragmentos de casi todas, la certeza de lo que fueron hace sangrar la presunción de lo que pudieron haber sido. Por supuesto, está el pañuelo bandana rojo de otro héroe de la tragedia: Welles Remy Crowther. Su padre le puso uno en el bolsillo cuando tenía seis años y ya no se lo quitó más: el pañuelo rojo fue el sello distintivo de su vida. Fue un chico brillante, deportista, alumno del Boston College, un neoyorquino de alma que trabajaba en la Torre Sur, Sandler O’Neill y Asociados, piso 104. En medio del desastre salvó no se sabe cuántas vidas, cargó a hombros a los heridos, nariz y boca cubiertas por el pañuelo rojo. Entraba por cuarta vez a la Torre Sur para sacar a más gente, acaso con el ánimo inquebrantable de los 24 años, cuando la torre se derrumbó. Los diarios hablaron de un misterioso héroe con un pañuelo colorado. Sus padres ya sabían quién era. Su cuerpo fue hallado seis meses después.
Voces. Las hay silenciosas. Randolph Scott, como el actor, “Randy” para los amigos, 48 años, tres hijas, garabateó en un papel cinco palabras y dos números cuando el avión de United se estrelló en la Torre Sur, donde Randy trabajaba en Euro Brokers Inc. El garabato dice: “84th Floor west office 12 People trapped”. “Piso 84 Oficina oeste 12 personas atrapadas”. Lo tiró al viento antes de morir. El papel flotó y vagó después de mano en mano, hasta llegar por fin a las de su esposa e hijas, que lo donaron al museo.
Voces. Algunas son de los trescientos cuarenta y tres bomberos que murieron ese día en Nueva York. Fueron tomadas de sus mensajes de radio, de lo que llegaba a sus cuarteles mientras marchaban al desastre: “Entremos. Hay gente metida allí. Deberíamos romper esa pared. Usemos las escaleras del lado Norte”. Uno de esos bomberos, Mike Kehoe fue fotografiado por un sobreviviente. La foto muestra a decenas de personas que huyen, escaleras abajo, de la Torre Norte. El bombero sube. Tiene la certeza de su muerte pintada en la cara. Pero sobrevivió. Dice que salvó a un par de personas, que no es un héroe y que no quiere hablar más de aquel día.
Voces. Rodean los objetos en el salón que exhibe tarjetas de visita, de crédito, agendas casi carbonizadas, anónimas, una de ellas dice aún que su dueño tenía planes para ese martes 11 de septiembre de 2001. Y para el miércoles. Y para el sábado 15, que incluía un llamado a Nancy. No permiten tomar fotografías allí. No quieren que te lleves fotos del gran calvario, de los cinturones de seguridad de los aviones, que aterrizaron en las calles, de las cajas de seguridad con dólares y euros carbonizados y legibles, del pedazo de fuselaje con la ventana ennegrecida, del bolso deportivo a medio abrir; sí te dejan fotografiar otros restos del desastre: un motor de ascensor con aspiraciones de cápsula espacial, el ya legendario camión de bomberos de la Compañía 3 en el que murieron sus once miembros, las prendas de vestir de Brooks Brothers, cubiertas por la ceniza. Podés fotografiar el atentado, pero no la tragedia.
En el siglo I antes de Cristo, Virgilio escribió La Eneida. Una frase del gran poema latino sella una de las paredes del Memorial 9/11: “Ningún día te borrará de la memoria del tiempo”. Es una afirmación de la potencia transformadora de los recuerdos. Detrás de esa pared, descansan más de siete mil fragmentos humanos que no fueron identificados. El Memorial es, también, una gigantesca tumba. Rodeada de voces. Dicen: “Mi hijo era un buen chico, señor”, “Manden a todas las ambulancias disponibles” “¡No, no, no…!” “El vuelo UA 93 cayó. ¿Aterrizó? No, no dije aterrizó, dije cayó” “Quiero que les digas a los chicos que los quiero mucho”. “Aún lo extraño. No me resigno a haberlo perdido”. “Alá es grande”.
Voces. Miles de voces. Todavía se escuchan.
© Clarin | Alberto Amato