MADRID — Fidel Castro siempre supo leer los tiempos de la política mundial. Su muerte no fue la excepción: murió en el momento más oportuno. La llegada a la Casa Blanca de un populista de derecha, racista, adverso a los latinos y desdeñoso de su propia tradición constitucional, podría legitimar retrospectivamente a la Revolución cubana y asegurar la eternidad de su líder máximo.
La dictadura de Castro no fue solo la más longeva de la historia latinoamericana. Fue también la primera en no avergonzarse de serlo. Hasta entonces, aun los dictadores más sanguinarios recurrían a votaciones amañadas o invocaban un Estado de excepción para gobernar al margen de la constitución. Diez años antes de adoptar el modelo soviético, Castro instauró sus mismos métodos totalitarios de estatización y represión. Al paso de las décadas, a pesar de la propaganda de sus voceros más famosos (como Gabriel García Márquez, que en 1976 describió los discursos públicos de Castro como “esos inmensos reportajes hablados, gracias a los cuales el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia”), la verdad sobre las condiciones dentro de la isla desgastó el prestigio de la Revolución que, sin embargo, como su Comandante, se resistió a morir.
¿Cómo lo logró? La condición insular –física e informativa– de Cuba, la extrema necesidad económica, que no dejaba tiempo más que para buscar el pan diariamente, la intimidación sistemática, la policía secreta, la propaganda machacante y la asfixia de todas las libertades explican la permanencia del régimen. Pero hay tres razones adicionales: su irreductible antiamericanismo, sus logros sociales y la figura carismática y monárquica de Castro.
El triunfo de la Revolución cubana pareció a muchos la culminación de un proceso que había dado inicio con Bolívar, seguido con Martí y desembocado en Castro. Antes que el marxismo-leninismo, el común denominador ideológico fue un nacionalismo iberoamericano expresado en el arte, el pensamiento y la literatura, ahondado por la derrota de España en la Guerra del 98, alimentado en el siglo XX por la arrogante y continua presencia económica y militar estadounidense, en particular en el Caribe.
Nada dañó más el desarrollo de las repúblicas latinoamericanas que esa presencia imperial. “El odio al americano será la religión de los cubanos”, le oyó decir en 1922 el historiador liberal mexicano Daniel Cosío Villegas a un periodista cubano. No sorprende entonces que en 1959, con la excepción notable del presidente venezolano Rómulo Betancourt, casi todo el espectro político comulgara con esa “religión”. A partir de entonces, el hechizo del David latinoamericano que desafió al Goliat del norte alcanzó a cuatro generaciones de jóvenes que desde el río Bravo hasta la Patagonia intentaron emular su epopeya y construir su misma utopía social. Y en el marco de la Guerra Fría, el intervencionismo estadounidense en Chile y Centroamérica, así como el embargo a Cuba jugaron a favor del régimen castrista reafirmando los supuestos antiamericanos de la Revolución cubana.
A este impulso se fueron agregando otros factores de consolidación, sobre todo en los años setenta y ochenta, cuando Cuba formó parte del bloque soviético. Había vuelto a ser lo que no quería ser (un país productor de azúcar con un solo cliente: la URSS), pero una parte de los 5000 millones de dólares anuales de subsidio soviético se dedicó a mejorar la buena estructura educativa y de salud que (contra la leyenda) ya tenía Cuba antes de la Revolución. Y Castro podía presumir de haber abatido al menos parcialmente las barreras del racismo no solo interno sino internacional, con la intervención de sus tropas contra el régimen del apartheid sudafricano, apoyado por Estados Unidos.
En los noventa, al sobrevenir la implosión de la URSS, la crisis económica reveló el desastre estructural del modelo cubano y afectó la política social. El régimen reforzó aún más los mecanismos represivos y criminales. Pero de pronto un nuevo mecenas apareció en escena: era Hugo Chávez, dispuesto a cumplir los deseos originales de Castro de tomar control del petróleo venezolano, rechazados por Betancourt en 1959. “Cuba es el mar de la felicidad. Hacia allá va Venezuela”, dijo famosamente Chávez a Castro en La Habana en 2000, poniendo los recursos enteros de su país al servicio de su mentor, al que consideraba “su padre”.
Pero acaso el motor principal de la supervivencia de Fidel Castro haya sido el propio Fidel Castro, caudillo carismático por excelencia. Según Octavio Paz, el arquetipo del caudillo latinoamericano proviene de la tradición hispanoárabe. Los conquistadores habrían sido los primeros caudillos y de ellos se habría desprendido una larga genealogía: Facundo Quiroga, Juan Manuel de Rosas, José Antonio Páez, Santa Anna, Porfirio Díaz. Hombres fuertes todos, “dueños de vidas y haciendas” que por el influjo magnético de su presencia, su capacidad de arengar al pueblo, su valentía física, asaltaban el poder arrastrando multitudes. La tipología coincide puntualmente con Castro: pistolero estudiantil vuelto guerrillero, héroe de la Sierra Maestra, el macho primigenio, el orador interminable con su uniforme verde olivo.
La otra fuente de legitimidad provenía del antiguo molde monárquico que había imperado pacíficamente en la América española y portuguesa a lo largo de tres siglos.
Fidel manejó la economía de manera patrimonialista, como los reyes españoles. Según el economista cubano-estadounidense Carmelo Mesa-Lago, lo hizo también de manera discrecional, abriendo y cerrando ventanas al mercado según su cálculo político. Algunos críticos han hablado de Cuba como su “isla finca”: su padre, un gallego veterano de la Guerra del 98 contra Estados Unidos, había sido dueño de una inmensa hacienda. Sea como fuera, en una isla sin empresarios, ni siquiera peluqueros, zapateros o vendedores ambulantes, Fidel jugaba el papel del único empresario: inventaba variedades de yogurt, ordenaba cruzas inverosímiles de vacas autóctonas y sementales de Oriente, instruía por televisión sobre cómo cocinar frijoles, presentaba las mejores ollas arroceras, mandaba tumbar el anillo de manglares que rodeaba La Habana, justificaba “científicamente” la prohibición de comer carne, encarcelaba con penas de años a quien matara una vaca.
Si las cosas salían mal, el pueblo no culpaba al “bienintencionado” Comandante sino a sus colaboradores, repitiendo la frase del Siglo de Oro español: “¡Viva el rey, muera el mal gobierno!”. Por si fuera poco, al aura del caudillo y al cetro del monarca Fidel –buen discípulo de los jesuitas y lasallistas– aunó el dogma de un marxismo-leninismo llevado a la práctica con el rigor de la Contrarreforma española y la Inquisición.
¿Podrá sobrevivir la dinastía Castro? Hace dos años parecía improbable. A fines de 2014, la política de normalización de Obama con Cuba logró el milagro de desarmar los últimos vestigios del antiamericanismo en la región. Para nosotros, los liberales latinoamericanos, era el sueño hecho realidad: la apertura paulatina de Cuba planteaba la posibilidad de una América democrática conquistada pacíficamente, por el convencimiento de los pueblos y en concordancia con Estados Unidos, la democracia más antigua y ejemplar del continente. La llegada de Donald Trump arruinó la fiesta: ha vuelto el big stick, bienvenidos a 1959.
La figura de Trump favorece a Castro en sus contrastes y similitudes. El racismo de Trump realza la política de Fidel en esa esfera. La xenofobia antihispana de Trump y sus amenazas a México y a los inmigrantes indocumentados alimentan aquel “odio religioso”. El desdén de Trump hacia la constitución estadounidense, ¿no reivindica finalmente el desprecio de Castro a la legitimidad democrática que proviene de las leyes, las instituciones y los votos? Y su acoso (verbal, por ahora) a la libertad de expresión, ¿no tiene un tufo castrista?
Trump está haciendo ver bien a Castro. Por lo demás, con el acercamiento de Trump a Taiwán, quizá el régimen castrista pueda contar con China como nuevo mecenas que no solo le permitirá sobrevivir sino apretar el cerco a las libertades internas.
Fidel Castro no se revuelca en su tumba. Por el contrario, celebra con ron cubano. El caudillo Trump, el monarca Trump es su mejor aliado, de aquí a la eternidad.