El barrio de San Telmo se conmovió por una muerte repentina, en medio de la calle; llevaron a la mujer hasta su casa para velarla: y allí ocurrió lo inesperado
Buenos Aires se vistió de muerte en 1871. Una epidemia de fiebre amarilla arrasó la ciudad como una plaga bíblica e hizo desaparecer al 8% de la población. Las condiciones precarias de salubridad de la ciudad, el hacinamiento en conventillos, las altas temperaturas en verano -época del año en que comenzó la infección- fueron caldo de cultivo para la incubación del mosquito transmisor de esta enfermedad.
La muerte acechaba en cada rincón y morían decenas de personas por día. Los coches fúnebres con los que contaba la ciudad no llegaban a recoger los cadáveres y éstos se acumulaban en ataúdes en las esquinas, a la espera de ser recolectados. El cementerio del Sur (donde hoy se encuentra el Parque Ameghino) se vio excedido en su capacidad. Jorge Luis Borges plasmó en una descriptiva poesía la situación de la ciudad agonizante: «Porque la entraña del cementerio del sur fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta; porque los conventillos hondos del sur mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires y porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte».
Durante meses los porteños se habituaron a ver cadáveres en las calles. Pero bien entrado el invierno de aquel año, el espectáculo dantesco fue disminuyendo hasta desaparecer.
Un frío miércoles de agosto de aquel 1871, una señora mayor caminaba por la calle Piedras, a la altura de Carlos Calvo, cuando sufrió un ataque de apoplejía. Se desplomó muerta en la vereda. Era de aspecto humilde y tenía un pañuelo en la cabeza.
Las primeras personas que se acercaron, temerosas por el recuerdo de la peste, llevaron el cuerpo de la mujer hasta un zaguán. Alguien creyó reconocerla y aseguró que se trataba de una vecina llamada doña Rosa. Los testigos la taparon y la trasladaron a su casa en Tacuarí, entre San Juan y Cochabamba. El marido de la mujer fue el encargado de anunciar a sus hijos la noticia fatal.
Todos lloraban a doña Rosa cuando una de sus hijas se acercó a besar la frente de su madre y al destapar el cuerpo descubrió que la mujer muerta no era quien creían. La familia se llevó una sorpresa al advertir la presencia de la verdadera doña Rosa que llegó minutos después a su casa y se encontró con semejante escenario. Tenía la misma talla y ropa similar a la de la infortunada mujer.
De inmediato, y sin saber de quién se trataba, transportaron el cuerpo a la comisaría 6ta. de la calle Piedras, esquina Moreno. Lo acomodaron en el piso y llevaron a decenas de vecinos para ver si alguno la identificaba. Hasta que un hombre la reconoció: se trataba de Tomasa Ponce de León, apodada la China Tomasa, madre de Leandro Alem, un abogado que en esos días militaba en el Partido Autonomista y luego se convertiría en el primer presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical.
Sin perder tiempo, los policías ubicaron al caudillo porteño en un club. Se hallaba en compañía de su sobrino Hipólito Yrigoyen. La velaron esa noche en la comisaría. Y al día siguiente, 17 de agosto de 1871, la carroza fúnebre la llevó al cementerio del Norte o de la Recoleta.
A doña Rosa no le había llegado su hora.