Sudán del Sur, un país rico en petróleo, se convirtió en el país más joven del mundo tras obtener su independencia de la vecina Sudán en 2011, tras décadas de conflicto
Antes de atacar la ciudad de Kaya, los sudsudaneses rebeldes repartieron sus pertrechos: un jirón de tela roja para diferenciarse del enemigo, un paquete de galletitas y dos preciados cartuchos de municiones por combatiente.
Pero las fuerzas del gobierno contratacaron matando a varios rebeldes y a un periodista norteamericano. Los rebeldes se quedaron sin municiones tras apenas 40 minutos de combate y debieron retirarse hasta su base en medio del monte.
«Nos faltan fondos y apoyo. Las armas y las municiones que tenemos son las que recuperamos del enemigo», dice el general Matata Frank Elikana, mientras avanza dificultosamente entre la maleza y el barro hacia el frente de batalla.
Sudán del Sur, un país rico en petróleo, se convirtió en el país más joven del mundo tras obtener su independencia de la vecina Sudán en 2011, tras décadas de conflicto. Pero no tardó en desatarse la guerra civil, cuando en 2013 el presidente Salva Kiir, de la etnia dinka, hechó a su vicepresidente Riek Machar, de la etnia nuer.
Desde entonces, el conflicto es una sucesión de masacres de civiles y de violencia sexual extrema, y las milicias étnicas han parcelado el país en feudos.
«No habrá paz mientras Salva Kiir siga en el poder. Se tiene que ir», dice el coronel rebelde James Khor Choul Langdit.
La violencia tiene paralizada la producción de petróleo, ha disparado una hiperinflación, y a principios de este año tuvo sumidas por un tiempo en la hambruna a varias partes del país. Casi una tercera parte de los 12 millones de sudsudaneses han huido de sus hogares, desatando la peor crisis de refugiados del mundo desde el genocidio en Ruanda.
Antes del atacar Kaya, localidad fronteriza con Uganda y una de las cuatro atacadas simultáneamente el 26 de agosto, los combatientes rebeldes rezaron y bromearon juntos.
A continuación, se anudaron el trapo rojo en la cabeza a forma de bandana y avanzaron a los tiros, hasta tomar posición detrás de paredes de hormigón o detrás de los puestos de hierro corrugado del mercado.
La ciudad estaba espectralmente desierta: ni un civil a la vista. En los negocios, el mercado y la escuela, retumbaba el sonido de los disparos y las explosiones.
«En las áreas controladas por el gobierno no hay civiles. Se sienten inseguros, por los abusos de los soldados del gobierno», dice justo antes del ataque el coronel Lam Paul Gabriel, vocero militar de los rebeldes. «Matan a los civiles. Violan a las mujeres. Son atrocidades las que cometen en esta zona.»
Ni el gobierno ni los voceros militares respondieron los requerimientos de la prensa. Pero hace tiempo que el gobierno niega rotundamente esas acusaciones.
La semana pasada, el vocero presidencial Ateny Wek Ateni negó ante la prensa cualquier participación de las fuerzas del gobierno en matanzas o abusos y agregó: «El gobierno no haría nada que dañara a los civiles».
Lo cierto es que verificar esos hechos se ha vuelto mucho más difícil desde que el gobierno empezó a rechazar las visas de los periodistas internacionales.
Varios periodistas locales han perdido la vida o fueron arrestados, y el sábado, el periodista norteamericano de 26 años Christopher Allen murió de un tiro en la cabeza mientras cubría el ataque sobre Kaya desde las filas rebeldes.
Muchos organismos internacionales de derechos humanos, como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y las Naciones Unidas tienen documentados posibles crímenes de guerra, tanto de parte del gobierno como de los rebeldes.
En los extensos campos de refugiados del norte de Uganda, Anet Kideng Tombek, una joven de 25 años, dice que tuvo que abandonar su casa cuando llegaron fuerzas del gobierno a robarles y mataron a su esposo.
«Los soldados del gobierno llegaron una mañana y agarraron unas cabras para llevárselas. Cuando mi marido intentó frenarlos, lo mataron», dice Anet, con su bebé de ocho meses en brazos.
«Tuve que caminar cuatro días con mis hijos hasta llegar a este campo. Fue terrible, porque a los más chiquitos los tenía que cargar todo el tiempo.»
El campo donde está refugiada Anet es actualmente el hogar de más de 1 millón de sudsudaneses, los funcionarios de Naciones Unidas dicen que muy probablemente esa cifra aumente cuando pase la temporada de lluvias y recrudezcan los enfrentamientos.
Textos y Fotos: Goran Tomasevic / Siegfried Modola / Reuters
Edición Fotográfica: Alfredo Sánchez
Traducción: Jaime Arrambide