La legislación no parte de cero. El Gobierno chino ya venía aplicando estrictos horarios a los adolescentes en lo que respecta a los videojuegos: hasta ahora, los niños chinos podían jugar hasta 1,5 horas los días lectivos y 3 horas diarias en sus vacaciones. No obstante, la nueva medida –acompañada de una amplia campaña de sensibilización– no deja de ser interpretada como una forma más en la que el Gobierno pretende asegurar el control sobre la sociedad y los sectores clave de su economía. Si bien hace unos años esto no hubiera significado mucho para el resto del mundo, ahora el desarrollo de la industria del videojuego es de tal calibre que grandes economías pueden verse afectadas por la decisión del Estado chino. Las cifras hablan por sí mismas: solo en España, el sector facturó 1.747 millones de euros durante 2020, un momento en el que el mercado global de los videojuegos comprometía un valor de 173.000 millones de dólares. Y se espera que, para 2026, la cifra se duplique hasta alcanzar 314.000 millones.
Por supuesto, la pandemia jugó un papel clave en el crecimiento exponencial de las ganancias –creció en un 18% la facturación– dado el tiempo que la humanidad pasó en casa. Pero a pesar de la indiscutible fuente de ingresos que suponen para las economías y las emociones que suscitan las aventuras digitales en todas las edades –el jugador promedio tiene, en realidad, más de 30 años de edad– la decisión legislativa de China evidencia que aún pesan sobre nosotros viejas consideraciones que no se han zanjado como certeras. A pesar de la imparable revolución digital, todavía existen algunos comentarios sobre el sector que nunca se han confirmado a ciencia cierta, como que los videojuegos vuelven violentos a nuestros jóvenes o que son capaces de ‘atontar’ el cerebro. ¿Hasta qué punto es cierto?
Diversos estudios científicos han tratado, a lo largo de los años, de dar con un consenso que permita a las familias relajarse mientras sus hijos e hijas juegan sin verse afectado su rendimiento escolar. Por ejemplo, la Universidad Oberta de Cataluña, de forma conjunta con el Hospital General de Massachusetts, ha recopilado más de un centenar de investigaciones relacionadas con los efectos del joystick en nuestro cerebro para esbozar patrones. Y han llegado a una conclusión principal: los videojuegos no solo afectan al cerebro y su funcionamiento, también modifican su estructura.
Eso sí, para bien. La mejora más evidente que parecen provocar sobre nuestras conexiones neuronales recae en la capacidad de concentración: quienes juegan con frecuencia muestran mejores capacidades en atención sostenida y selectiva, requiriendo menos esfuerzo para mantenerse concentrados. A nivel estructural, el hipocampo derecho es el protagonista, pues es el responsable de nuestras emociones y pensamiento, pero también de la capacidad de visualización y movimiento espacial. Con los videojuegos, este ve aumentado su tamaño. Aunque, en la otra cara de la moneda, nos encontramos con lo que realmente preocupa a las sociedades: la adicción que pueden llegar a causar los videojuegos y sus sistemas de recompensas, cada vez más llamativos gracias a las continuas innovaciones visuales. Es aquí donde una correcta educación y organización del tiempo resulta fundamental para no crear una relación tóxica con una realidad que, por otro lado, está llena de beneficios y puede ser altamente enriquecedora para cualquiera.
Varios estudios han demostrado que los videojuegos mejoran las capacidades en atención sostenida y selectiva
Con respecto a lo ‘violentos’ que nos vuelven los videojuegos, es necesario hacer alusión a la simplificación que acarrean dichas sentencias sobre un sector tan complejo y variado. Cabe preguntarse si dicha afirmación nace de un análisis real del sector o, en realidad, de los prejuicios. Por otro lado, debe analizarse si exponen en mayor o menor medida a la violencia como lo hace una película, un género musical o cualquier otra expresión cultural. Si atendemos a los estudios, la respuesta (de momento) no deja lugar a duda: los videojuegos violentos no incitan a la violencia. Mientras las falsas creencias siguen inundando nuestra cultura, sagas tan poco sospechosas de ser consideradas violentas como Animal Crossing (donde los jugadores se dedican, simplemente, a vivir tranquilos, plantando flores y vendiendo nabos para pagar la hipoteca) se convierten en verdaderos best sellers (este videojuego vendió más de 14 millones de copias durante la pandemia).
Considerados como parte de nuestra cultura desde 2009 –el propio Congreso de los Diputados los definió entonces como industria cultural–, los videojuegos se posicionan a la misma altura que el cine o la música. Lo que supone un giro dramático: un sector ligado al cual nunca se le habían atribuido características relativas a la enseñanza o la cultura se le abren ahora puertas que le llevan a ser merecedor de ayudas, apoyo y premios. Esto ha hecho que los videojuegos ganen cada vez más aceptación en los entornos educativos, donde, por ejemplo, el famoso Minecraft (un mundo construido y construible a partir de bloques que se ha coronado como uno de los espacios de mayor libertad creativa dentro del sector) se utiliza para la resolución de problemas conjuntos en niños de primaria a través de su versión educativa, Minecraft Education. Estas experiencias se amplían a otros niveles educativos, como el experimento virtual llevado a cabo por la Fundación Universitaria San Pablo CEU, que ha desarrollado un entorno virtual a través de esta versión educativa del videojuego.
Nuevamente, es necesario reconsiderar si nuestras creencias se asientan realmente sobre hechos constatados o son solo sospechas de alta carga de prejuicios culturales (pensemos en el desprestigio que suelen sufrir la mayoría de las acciones mientras no son rentables). El mundo de los videojuegos está asentado en la mayor parte del mundo, y en España es uno de los principales factores que moldean la realidad de los jóvenes. Junto a esta revisión de preocupaciones también debemos plantearnos si queremos abordar los aspectos negativos de esta actividad, y de muchas otras, mediante prohibiciones y franjas horarias, o dar rienda a las posibilidades de una educación acorde a los tiempos.