Más allá de la General Paz, la autopista que rodea a la ciudad de Buenos Aires, hay otro país. Aunque siga siendo el mismo.
No en toda Argentina se baila tango. No todos los argentinos van al psicoanalista o gesticulan como italianos. No en todo el país impera la arquitectura neoclásica, ni cada esquina tiene cafés y librerías, ni hay protestas todos los días.
Y no todos los argentinos entran en el famoso estereotipo que se tiene de ellos en América Latina, según el cual son arrogantes, egocéntricos o estafadores: si alguien es así —se cree— son los porteños, los habitantes de la capital.
Pero además Buenos Aires hay varias: una cosa es la ciudad de 3 millones de habitantes, otra el suburbio conocido como «el conurbano» y otra la enorme provincia bonaerense, donde pueden pasar 400 kilómetros sin que uno vea un alma.
Los matices pueden continuar, porque porteños introvertidos, honestos, humildes o generosos hay más de unos cuantos; podría decir que la mayoría.
Pero partiendo de la salvedad de que todos los estereotipos son exagerados y perversos, es difícil negar que los porteños y la gente del interior no parecen del mismo país.
Dos países
A pesar de ser federal, Argentina es una de las naciones más centralizadas de América Latina. En el conurbano viven casi 16 millones de personas, un tercio de la población.
En Buenos Aires están más de la mitad de los equipos de fútbol de la primera división, las disputas políticas locales son vistas como asuntos nacionales y el gobernador o gobernadora de la provincia es considerado el segundo político más poderoso del país después del presidente.
La mayoría de trámites hay que hacerlos en la capital y para salir del país casi siempre hay que pasar por ahí. Los medios nacionales reportan el clima, los atascos y los crímenes de Buenos Aires, pero casi nunca los del resto del país.
Desde el exterior la tendencia a asumir lo porteño como argentino es mayor aún: el tango, la pizza con aceitunas y cebolla, el saludo de beso entre hombres, el teatro de la calle Corrientes o las anchas avenidas se ven como argentinos, cuando en realidad son porteños.
La diferencia entre capital e interior es una marca de origen: la independencia de Argentina, en 1810, en realidad fue la creación de un Estado llamado Provincias Unidas del Río de la Plata, en el que entraban Buenos Aires, la pampa y parte de Uruguay.
Hasta 1860, cuando se emitió un decreto presidencial en busca de «uniformidad», la palabra «Argentina» y su gentilicio solo se usaban para referirse a Buenos Aires.
Buenos Aires y las regiones cerca al Río de la Plata siempre han sido un país en sí mismo, quizá más parecidos a Uruguay que a los extremos norte y sur del país.
El interior, en cambio, es varios países: uno medio vacío en la Patagonia, otro medio boliviano en las montañas del norte, otro medio paraguayo en el Chaco y otro muy cordobés en lo que algunos llaman en broma la República Independiente de Córdoba.
«Se podía ser mendocino, salteño, cordobés, misionero antes de que la idea de ser argentino apareciera», escribe Martín Caparrós en El Interior, un recorrido del periodista argentino por 14 de las 23 provincias.
Cada región tiene su propia dicotomía entre capital e interior, así como sus acentos, su cultura y sus injustos estereotipos: los cordobeses tienen fama de chistosos y burdos; los mendocinos de ordenados; los patagónicos de emprendedores; los chaqueños de violentos; y así.
Con el desarrollo del país en dirección a Buenos Aires fue que «el Interior, plagado de diferencias, pudo unirse alrededor de su —justificado— deporte favorito: putear a los porteños», dice Caparrós.
Cómo se ven los unos a los otros
No es que haya sentimientos independentistas como en España, pero para muchos argentinos lo que pasa en Buenos Aires es tan ajeno como lo que pasa en, digamos, Brasil.
Alguien del interior le dice a Caparrós: «La postura frente a Buenos Aires es la postura frente al poder, la protesta contra el poder». Y otro: «En Buenos Aires a nadie le importa nada de los demás. En Buenos Aires si alguien se cae, los otros siguen caminando, pasan al lado y ni lo miran. Acá cuando alguien se cae todos vamos a ver qué le pasó, a ayudarlo».
El periodista también cita a un médico porteño en el interior, que dice que lo peor de estar ahí es la «ignorancia y la pobreza», mientras que lo mejor es «la gente, la cordialidad, las ganas de recibirte, la palabra. Por supuesto que en el Interior también hay garcas (embusteros), pero la mayoría cumple con la palabra, eso les importa todavía. En la Capital nunca te van a tratar así, acá te tratan de primera».
La coparticipación federal hace que, en términos económicos, las provincias dependan de la más rica de todas, Buenos Aires. Muchos porteños suelen quejarse de que sus impuestos financian provincias poco productivas, una opinión que fomenta el estereotipo del «vago del interior».
Caparrós es de Buenos Aires, y escribe que «es probable que, para nosotros porteños, el interior sea más que nada un folclore: la zamba, la pobreza, el feudalismo, la pachorra, la inmensidad vacía —distintas formas de folclore».
Y añade: «Solemos pensarlo como un espacio abierto, rural, salvaje, paisajístico, calmo. El Interior sería ese escenario bucólico donde la naturaleza reina todavía y los animales se pasean crudos por las praderas y los bosques».
Lo que los une
Más del 90% de los argentinos viven en zonas urbanas, ciudades medias o grandes, lejos de ese paisaje rural.
Pero como parte de esta serie de percepciones exageradas la capital se ve como lo cosmopolita, lo desarrollado, lo poderoso, mientras que el interior es visto como lo rural, lo salvaje, lo latinoamericano.
Esa aparente división del país muestra, para el antropólogo social Alejandro Grimson, «una historia de desigualdad e incomprensión que se actualiza en momentos dramáticos. Muestra un país que vive mirando al Primer Mundo y entiende poco de las complejidades de la propia tierra y menos aún de los intereses de sus diversos habitantes».
Grimson, en su libro Mitomanías Argentinas, matiza: «Hay argentinos que habitan una u otra Argentina, pero la mayoría vive mucho más en el medio, entremezclada, con alguna ilusión primermundista y otras latinoamericanistas».
La dicotomía entre Buenos Aires y el interior es histórica y estructural, pero hay fenómenos porteños como el fútbol o el peronismo que se reprodujeron en todo el país.
El interior le dio a Buenos Aires la costumbre de tomar mate, pero Buenos Aires le dio al interior el fernet, una bebida italiana que se volvió distintiva de Córdoba.
«El régimen militar (1976-1983), la guerra de las Malvinas (1982), la hiperinflación del 89 y la crisis del 2001 fueron crisis que se vivieron de manera simultánea en todo el país por actores heterogéneos y dieron la idea de que vivimos una misma historia», explica Grimson a BBC Mundo.
Desde 1976, la pobreza, la corrupción política y la delincuencia se convirtieron en problemas comunes para la mayoría de los argentinos, quienes, además, respondieron a eso con la misma moneda y de manera casi homogénea: con protesta social.
Esta amalgama también tuvo efectos en la cultura: fenómenos como la cumbia villera y el culto a la boliviana virgen de Copacabana se han ido propagando por todo el país hasta generar relatos comunes.
Aunque la autopista General Paz esté en buenas condiciones, la división que propone parece cada vez más difusa.