En inglés acaba de conocerse un volumen con cartas del autor irlandés; entre nosotros, El innombrable tiene nueva traducción
El rostro afilado, algo falcónido, se reconoce de inmediato, como si fuera la ascética nota al pie de toda una obra. Samuel Beckett (1906-1989) probablemente haya sido -y siga siendo- el más fotogénico de los pesimistas. Esa aparente contradicción tal vez ayude a explicar un enigma: los nuevos tiempos parecen haber seguido la guía de Italo Calvino (que en Seis propuestas para el próximo milenio le aventuraba a la literatura un futuro de ligereza), pero las discretas, radicales y a veces hieráticas narraciones, piezas teatrales y poemas del irlandés no han sufrido mayor erosión. La desesperanza tiene hoy mala prensa, pero la de Beckett, como los diamantes, resulta irreductible: es una desesperanza tan minimalista que no se la puede refutar.
La reciente publicación en inglés del cuarto y último volumen de sus cartas (The Letters of Samuel Beckett 1969-1989) permite trazar un retrato más del escritor, siguiendo su propio pulso. Es la época del «cansancio de las palabras», posterior al Premio Nobel (que recibió, para su gran angustia, en 1969), que empuja sus textos, ya balbuceantes, al despojamiento extremo. Beckett les asegura a sus eventuales corresponsales que no tiene nada que decir sobre lo que escribe. Pero ¿su pose de artista en declive no era el modo en que su estética se volvía inevitablemente ética?
La reciente aparición de Asunción («Assumption»), publicado por primera vez en español por EUFyL, prueba que el germen de la ironía y el cansancio ya estaban en Beckett en el mismo comienzo: «Podía haber gritado y podía no haberlo hecho», se lee en el inicio de ese relato, el primero de todos los que entregó a la imprenta. La frase podría haber figurado en muchos otros rincones de su obra, incluida Stirrings Still, la última, concentrada narración que dio a conocer el año de su muerte (y que, entre nosotros, tradujo Charlie Feiling).
En el arco que se tiende entre Asunción y Stirrings Still, hay sin embargo toda clase de mojones. El innombrable (novela escrita en 1949 y publicada en 1953, que Ediciones Godot pone a circular en una nueva traducción de Matías Battistón) es uno de esos puntos de inflexión. En ella, la austeridad no pasa todavía por el silencio. Todo lo contrario. El innombrable es una novela que no para de hablar, porque sabe mejor que nadie que detrás de su ronroneo sólo queda el vacío, la nada.
«¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin creerlo. Llamar a eso preguntas, hipótesis. Seguir avanzando, llamar a eso seguir, llamar a eso avanzar», se lee, en una de esas pendulaciones verbales que le valdrían al autor la condena de la fama (para reutilizar la frase de Beckett que le inspiró a James Knowlson la más minuciosa biografía del irlandés). El innombrable es, más que una novela, una antinovela. Ya no hay trama ni peripecias. Sólo un discurrir sin puntos aparte, un permanente parloteo guiado por la inercia. Beckett, con perfecta conciencia de lo que hace, decide explorar el más profundo callejón sin salida de la literatura del siglo XX. De ahí también su impronta: en un lugar tan apartado sólo puede haber lugar para un solo individuo. Muchos autores pueden parecerse a Beckett, pero los que se le parecen demasiado -algo similar ocurre con Kafka o Borges- caen en el puro ridículo imitativo.
La experiencia literaria de Beckett, en todo caso, puede seguir siendo leída como el reverso de la de James Joyce. Beckett tenía una admiración tenaz por el autor de Ulises, del que llegó a ser asistente en París, pero ese deslumbramiento se tradujo en una influencia en negativo. En vez de seguirlo, el discípulo buscó el camino contrario. A la virtuosa proliferación lingüística de Joyce, Beckett le opuso el empobrecimiento. «Hago un trabajo en el que no soy dueño de mis materiales -dijo alguna vez-. Joyce, cuanto más sabía de algo, más era capaz de hacer. Tendía, como artista, a la omnisciencia y a la omnipotencia. Yo trabajo con la impotencia, con la ignorancia.»
Antes de ese encuentro clave, Beckett había sido un alumno universitario de nota y un aplicado lector de Dante Alighieri. Se había dedicado a diversos vagabundeos por Europa mientras empezaba a escribir: además de poemas de vanguardia, algunas novelas que le debían algo a la picaresca irlandesa y un precursor ensayo sobre Proust. Pero sería después de la Segunda Guerra Mundial -donde colaboró activamente con la resistencia- cuando lograría dar para siempre con la pobreza deliberada de su estilo.
Beckett siempre señaló que escribió todo lo que tenía para decir durante ese breve y concentrado período de posguerra. Esperando a Godot le salió de un tirón, en una semana, pero la obra teatral por la que todavía se lo conoce no fue su principal laboratorio experimental. Ese lugar le correspondió a un puñado de novelas. Las había escrito en francés -la lengua de su país de adopción- para despojarse de tentaciones estilísticas, para que la impotencia se volviera concreta.
Aunque a Beckett no le gustaba que se las considerara parte de una trilogía, Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953) funcionan como una serie. A medida que avanzan las páginas, la idea de trama, el concepto de identidad del personaje, de representación, se van desconfigurando hasta que apenas sobrevive el eco de un eco.
Molloy contiene dos historias en apariencia complementarias. En la primera parte, el personaje del título, que iba a visitar a su madre, se encuentra escribiendo en una cama. Obligado a la tarea por un misterioso individuo que nunca aparece (que recuerda en algo al siempre ausente Godot), Molloy deja constancia de recuerdos dudosos. En la segunda sección de la novela un detective, Moran, sale en busca de un tal Molloy. Moran puede estar buscando al Molloy de la primera parte, puede estar buscando a otro Molloy o ser él mismo el protagonista de la primera parte.
La figura central de Malone muere también yace en una cama, pero definitivamente condenado a ella. Los sonidos que le llegan del exterior sugieren el espacio geográfico que supieron transitar Molloy y Moran. Malone no sabe cómo llegó a ese lugar. También escribe para alguien, pero lo hace sobre todo para sí mismo, para llenar el vacío.
Theodor Adorno -que no reivindicaba con facilidad a autores contemporáneos- tenía en gran estima la obra de Beckett. En el principio del «hay que seguir» veía la hazaña del que se mueve «en un espacio infinitamente pequeño, sin dimensiones, indiferente al cliché dominante del desarrollo». La idea de Adorno podría haber estado dedicada a El innombrable. Los narradores de las primeras novelas sufren aquí la última de las mutaciones posibles. Faltan las referencias clásicas de tiempo y espacio. La voz no sólo ignora quién es: tampoco está segura de qué es. Podría ser un cuerpo, pero también un objeto inmóvil. Esa inseguridad la lleva a perpetuas digresiones. «No tengo nada que hacer, es decir, nada en particular. Tengo que hablar, es vago. Tengo que hablar, sin tener nada que decir, nada más que las palabras de los otros. Sin saber hablar, sin querer hablar, tengo que hablar», éste es el nervioso lema de esa voz.
El innombrable funciona como una eterna postergación a la que sólo le quedan palabras. O, para robarle letra a un escrito posterior de Beckett: todo consiste en intentarlo, fracasar, volver a intentarlo, volver a fracasar, pero fracasar cada vez mejor.
El fracaso, para el escritor irlandés, era, en su obra, un término que describía el vacío de la condición humana. En su vida personal, funcionaba como una coartada para que lo dejaran en paz. A pesar de sus reticencias y los lamentos por su supuesta improductividad, siguió dando después del Nobel algunos textos sin falla, verdaderos mecanismos de relojería (El despoblador, Worstward, el ya nombrado Stirrings Still). Y siguió respondiendo cartas con argumentos perfectos, que a más de un escritor le gustaría replicar: «No puedo decir nada de mi obra. La conozco demasiado desde adentro como para verla desde afuera».
Años después de su muerte, Anne Atik, la mujer de uno de los grandes amigos de Beckett (el pintor Avigdor Arikha) hizo en Cómo fue un retrato a contramano del escritor: Samuel B. se parecía bastante al que decía ser, pero también era otro. Frente a lo que hacía suponer su cultivada imagen de ermitaño, lo fascinaba la política y era un atento lector de diarios. Conocía al dedillo todas las biografías publicadas sobre Samuel Johnson, uno de sus héroes intelectuales, y sabía recitar con gusto, de memoria, más de un soneto de Shakespeare. ¡Ah!… y como buen artista era mucho más bohemio de lo que dejaba adivinar. Cuando se reunía con sus amigos, el irlandés bebía con método, sin un pestañeo.
EL INNOMBRABLE
Samuel Beckett
Godot
Trad.: M. Battistón
$ 155