Un ejemplo para cambiar el mundo

Merece ser alentada y replicada la enorme obra que el sacerdote argentino Pedro Opeka realiza en poblaciones africanas de extrema vulnerabilidad

Madagascar es, por su tamaño, la cuarta isla del mundo después de Groenlandia, Nueva Guinea y Borneo. Ubicada en el océano Índico, con una población de 18 millones de habitantes, que combina asiáticos y africanos y de la cual el 30% se concentra en la capital, Antananarivo, es la octava economía entre las más débiles del planeta, con un 53% de sus habitantes con problemas de acceso al agua.
El padre Opeka, haciendo lo que más sabe y le gusta: ayudar al prójimo, dándole recursos y confianza para enfrentar la adversidad
El padre Opeka, haciendo lo que más sabe y le gusta: ayudar al prójimo, dándole recursos y confianza para enfrentar la adversidad. Foto: Archivo

Crónicas televisivas y gráficas difundieron la historia de un argentino, Pedro Pablo Opeka, que en 1970 llegó por primera vez, a los 22 años, a misionar en el sur de la isla.

Luego de completar sus estudios teológicos en Europa, se ordenó sacerdote en nuestro Santuario de Luján y retornó definitivamente a territorio malgache como misionero de la Congregación de San Vicente de Paul. El 10 de diciembre pasado, el Vaticano premió muy merecidamente su destacada labor solidaria aplicando la doctrina social de la Iglesia.

Este habilidoso jugador de fútbol, que había aprendido el oficio de albañil de su padre, inmigrante esloveno, se dedicó a formar a los jóvenes del lugar en la espiritualidad y el deporte, construyendo escuelas, dispensarios e, incluso, iglesias, en un ámbito por demás inhóspito para la salud.

Se lo ha apodado «Madre Teresa con pantalones», «el Santo de Madagascar», «Apóstol de la basura», «Albañil de Dios», entre otros por demás descriptivos apelativos.

Condiciones de vida infrahumana, hambre, violencia, prostitución, alcoholismo y drogadicción eran el sello de las castigadas comunidades a las que servía, alojadas en casas de cartón y revolviendo la basura para sobrevivir en un verdadero infierno.

El padre Pedro reunió a un grupo de estos excluidos y les dijo: «Si están dispuestos a trabajar, yo los voy a ayudar». Nació así, en 1989, la Asociación Humanitaria Akamasoa («los buenos amigos», en lengua malgache). Arrancó consiguiendo tierras fiscales y ayuda económica para fundar un pueblo. «Don del Creador» bautizaron a este enclave de oportunidades para una mejor vida.

Desde entonces, los recursos, que llegan mayormente por donaciones francesas y eslovenas, se destinan a obras concretas, como escuelas o viviendas, y a generar empleo.

«Lo último que elegimos siempre construir es la capilla porque Dios ya tiene casa, la gente no», reflexiona repetidamente el sacerdote y afirma que la suya es «una obra social, no religiosa. La base del progreso -dice- está en la pacificación», pues sirve para ordenar y enseñar a vivir a las personas dentro de las normas que hacen a la convivencia.

Muchos años transcurrieron desde aquel desembarco del cura lazarista. Hoy son 27.000 las familias que recibieron una casa y que trabajan en cooperativas, mientras que hay 40.000 transitorias más que están en hogares de la asociación y asisten a sus escuelas, hospitales o comedores.

Hasta el momento, son 17 los barrios fundados, prolijas urbanizaciones localizadas en colinas, sobre lo que eran basurales.

La explotación de canteras, cuyo producido se utiliza parcialmente para las construcciones, el cultivo de huertas y la fabricación de muebles y artesanías son actividades cotidianas. Cuentan también con un activo centro cultural y deportivo donde se celebran misas, adaptadas con ritos étnicos, canciones y bailes.

Los niños, 13.000 a la fecha, van al colegio; si no están estudiando, están haciendo deportes, lejos de las calles y los malos hábitos.

El sacerdote ha sabido ganarse la confianza y el amor de la gente, los ha humanizado desde el movimiento de solidaridad con el que salió a su encuentro de manera activa y generosa.

Entre los habitantes locales, Akamasoa despierta un reverente y sacrosanto respeto. En la práctica, funciona casi como un Estado paralelo. De hecho, en tantos años de trabajo se ha rescatado a medio millón de personas de la pobreza extrema e, incluso, se las ha convertido en proveedores del propio Estado para la construcción de edificios públicos, por ejemplo.

El escritor argentino Jesús Silveyra reseñó en su libro Un viaje a la esperanza el testimonio de esta «aventura divina» que protagoniza el padre Opeka y que él compartió durante tres semanas.

Lo define como un filósofo de la promoción social, convencido de que sólo el trabajo y la educación pueden devolver la dignidad a los excluidos. Apunta, entre otras cosas, a que todos cuenten con viviendas dignas y trabaja para dotar de autosuficiencia económica a las comunidades. Confiesa que lo espanta que algo tan efectivo como lo que lleva hecho en 46 años no pueda ser replicado desde la política, un espacio en el que muchos quisieran tenerlo como candidato, pero que él rechaza con firmeza pues los acusa, sin ambages, de sólo sumar promesas vacías y no cooperación concreta.

«Con lo sencillo que es poner al pueblo en movimiento cuando se le garantiza recuperar la dignidad con trabajo…», sentencia nuestro tenaz compatriota en un axioma que bien se aplica a nuestra realidad. «Los planes sociales son lo peor que se le puede hacer a un pobre», agrega.

Las crónicas sobre el trabajo del padre Pedro son crudas, pero, al mismo tiempo, admirablemente deliciosas. Trasuntan una fuerza y una visión que sólo pueden explicarse desde una profunda fe.

Además de padecer las enfermedades del lugar, sufre todo tipo de ataques y humillaciones en su peligroso trabajo, pero jamás ha bajado los brazos, sostenido por su buen humor, el afecto y la fuerza que recibe de la gente.

El padre Opeka afirma que el modelo social que propone Akamasoa es totalmente exportable y que faltan en el mundo personas que quieran trabajar para replicarlo.

Desgraciadamente, tiene razón, pero su ejemplo alienta y reconforta. Aquí hay mucho por hacer en la misma dirección.