De la muerte podemos hablar una eternidad. Pero de nuestra muerte hablamos poco. Tiene sentido: nadie que quiera llevar un día cualquiera más o menos feliz debería dedicarle tiempo a pensar en cómo, cuándo y dónde va a morir, qué harán en consecuencia sus seres queridos ni si alguna de esas variables va a ser producto de su decisión. Pero l os días cualquiera son «lujos» de una muerte percibida como lejana. Algo que sucederá en otro tiempo, en otra etapa. Para aquellas personas cuya vida ya no es una sucesión de días cualquiera, para quienes la muerte es algo sobre lo que se debe actuar más bien rápido, algo que requiere logística e intervenciones, el miedo debe ir desarmándose. Hablar de la muerte, aunque horrible, es importante.
De la muerte podemos hablar una eternidad. Pero de nuestra muerte hablamos poco. Tiene sentido: nadie que quiera llevar un día cualquiera más o menos feliz debería dedicarle tiempo a pensar en cómo, cuándo y dónde va a morir, qué harán en consecuencia sus seres queridos ni si alguna de esas variables va a ser producto de su decisión. Pero l os días cualquiera son «lujos» de una muerte percibida como lejana. Algo que sucederá en otro tiempo, en otra etapa. Para aquellas personas cuya vida ya no es una sucesión de días cualquiera, para quienes la muerte es algo sobre lo que se debe actuar más bien rápido, algo que requiere logística e intervenciones, el miedo debe ir desarmándose. Hablar de la muerte, aunque horrible, es importante.
Si uno se tomara el incómodo trabajo de recorrer hospitales, geriátricos y clínicas de cuidados paliativos, encontraría (dependiendo del establecimiento, claro) casos de todo tipo: internados en estado grave, gente que en cuestión de días se irá a su casa, salientes del quirófano, a punto de ser operados, comatosos, pacientes crónicos despiertos que cuentan los días y pacientes crónicos cuyos días contados son inciertos. Mientras se lee esta nota, es altamente probable que alguien en la Argentina esté teniendo un ACV (en nuestro país se produce uno cada menos de 10 minutos), desarrolle una enfermedad neurodegenerativa (de nuestra población, 500.000 personas tienen Alzheimer y 1,5% de los adultos mayores, Parkinson, por mencionar algunas) o simplemente sufra un accidente de tránsito y quede en coma. La medicina ha alcanzado grandes logros en términos de salvar vidas, incluso en casos en que el paciente se encuentra muy afectado. Ahora, ¿qué pasa cuando esas vidas no quieren ser salvadas? ¿Es ‘permitir morir’ una forma distinta de preservar la vida que alguna vez se tuvo?
La eutanasia es una práctica que consiste en el suministro de una inyección letal por parte de un profesional de la medicina y a pedido del paciente, que producirá la muerte de manera indefectible y rápida. Se la debe distinguir del suicidio asistido. En este caso, es el paciente quien se autosuministra la medicación que producirá su muerte, tras orientación y pasos indicados por un médico. En la Argentina, la eutanasia es ilegal. Está prohibida y penalizada, tipificada como homicidio. El suicidio asistido también es un delito. Lo que sí puede hacerse es, en caso de ser familiar o persona a cargo del enfermo que no puede expresar su voluntad y se encuentre en un estado irreversible, firmar un consentimiento para que, de producirse alguna situación que comprometa aún más al paciente (una neumonía, un paro cardíaco, alguna complicación durante una cirugía, por ejemplo), no se le brinde ningún tratamiento invasivo ni se lo reanime, incluso que se retiren los que se hayan implementado.
Con la sanción de la ley 26.529 del 2009, conocida como «Ley de Derechos del Paciente», se produce la expresión concreta del Consentimiento Informado. El foco está puesto en el derecho de cualquier persona a que se respete la autonomía de su voluntad y su participación en la toma de decisiones referentes a su salud. La muerte -brindar su posibilidad- también es una cuestión de salud. Pero no fue suficiente, y ante el requerimiento de familiares de personas en estado vegetativo, a los que se les negaba ese derecho, esta ley fue reformada por la ley 26.742 llamada ley «de muerte digna» (2012), que vino a aclarar sobre los tratamientos que se pueden rechazar. Esta permite al cuerpo médico adecuar o limitar los esfuerzos terapéuticos en los casos de cuadros irreversibles. La ley no contempla la eutanasia ni el suicidio asistido, pero indica que los pacientes con patologías irreversibles pueden negarse a recibir cirugías y medidas de soporte vital, cuando la proporción directa de la intervención para con la mejora en la calidad de vida sea insuficiente. Se trata del retiro o abstención de tratamientos que ya no son apropiados para situación de un paciente, entre ellos la nutrición e hidratación por vías artificiales.
Dinah Magnante es abogada, magíster en Ética Biomédica (UCA), autora del libro «Bioética Clínica. Toma de Decisiones. Final de la Vida. Legislación Internacional», y desde 2001 ha intervenido en los casos más emblemáticos sobre solicitud de adecuación de tratamientos de nuestro país. Su libro compila procesos de pacientes en los que se ha aplicado la ley en cuestión. En el índice se vislumbra claro. «Caso M: la joven que pidió que la durmieran para siempre»; «Caso C: la niña que desde su nacimiento permaneció en estado vegetativo»; «Caso L.M., una niña que nació con un cuadro de anoxia», entre tantos otros. Además, en él se especifican definiciones. Cuáles son los estadios crónicos de la conciencia, qué son cuidados paliativos, qué es adecuación o limitación del esfuerzo terapéutico, etc. También los tipos de consentimiento informado y el alcance que tienen, leyes a nivel internacional, casos más famosos y la relación entre médicos, pacientes y familiares.
Magnante repite, una y otra vez, que permitir morir es un acto de amor. Pero lo primero que pregunto es, además de la definición técnica, de qué hablamos cuando hablamos de muerte digna. «Se trata de remover un obstáculo para permitir morir y así garantizar la dignidad de las personas en el final de la vida. Esto no implica la desatención o abandono de pacientes. Al contrario, se trata de cambiar los objetivos de los tratamientos y optar por tratamientos paliativos. La ley no sólo asegura los derechos de los pacientes en cuanto al respeto por la autonomía de su voluntad y la protección de su dignidad, sino que a la vez otorga seguridad jurídica a los profesionales de la salud».
No hay dos dolores iguales, no tanto por el padecer físico, que puede estandarizarse de acuerdo a los síntomas para ser tratado, sino por el sufrimiento en el plano general de la situación. «Todos los casos y las situaciones que se presentan son diferentes. En algunos existe más resistencia y otros se resuelven de manera más fácil. Uno de los objetivos de la ley es la no judicialización de estas situaciones. Es importante destacar que hay pacientes que están en estado vegetativo o mínima conciencia, están despiertos y que realizan ciertos movimientos -como abrir los ojos, hacer muecas, sobresaltarse, hasta toser-, pero son actos reflejos, involuntarios. Esta cuestión dificulta la toma de decisiones de los familiares para permitir morir a su ser querido. Por ello, se necesita mucho acompañamiento por parte de los profesionales de la salud, a la vez de sincerar los cuadros», afirma la abogada.
Me adelanto cien preguntas y le consulto si ve posible la legalización de la eutanasia en nuestro país. «No, no lo sé, no creo» responde, y amplía: «Todavía falta para el pleno cumplimiento de esta ley, para la eutanasia se necesita una ley con su correspondiente reglamentación, porque se deben seguir ciertas pautas para que no existan abusos», explica.
La muerte es casi siempre una sorpresa ingrata. Pero hay personas que pueden planificar y dejar las cosas más o menos prolijas para el día en que no estén. Padres que cuentan a sus hijos dónde guardan sus ahorros, parejas que se dejan en claro qué hacer y a dónde ir en caso de que a alguno le pase algo, familiares apoderados de cuentas, propiedades donadas, papeles en orden, etcétera. Incluso hay personas que van un paso más allá y dejan asentado su expreso acuerdo con que, en caso de encontrarse en una situación irreversible, se les retire el tratamiento que los mantiene con vida. Al respecto, Dinah aclara: «Cualquier persona capaz y mayor de edad puede dejar indicaciones sobre los tratamientos en caso de que se encuentre en una situación en la que no pueda expresarlo. Es lo que se ha llamado Directivas Médicas Anticipadas. Están contempladas en la ley de Derechos del Paciente y en el Código Civil y Comercial. Cuando uno deja por escrito estas estipulaciones, esto le quita presión a la familia y también al equipo médico».
Ahora bien, ¿qué pasa si una persona se encuentra en esa situación sin haber dejado nada asentado? «En esos casos, es el equipo médico el que evalúa, junto con los familiares, cómo adecuar o limitar las terapias al cuadro. Es una decisión en conjunto. Lo que sucede es que a menudo el equipo médico, a pesar de que existe una ley y es ético, no informa a la familia de estas opciones. Y suele darse lo que puede llamarse una obstinación terapéutica (o encarnizamiento terapéutico) para mantener a una persona con vida biológica, por tiempo indeterminado, por más que esté en estado vegetativo o de mínima conciencia». Esta resistencia o falta de concreción por parte de las instituciones médicas tiene varias causas: «Para empezar, no se prepara a los profesionales en cuestiones básicas de bioética respecto de los derechos de los pacientes». Durante toda la entrevista, Dinah habla del derecho a morir. Pero además de este desconocimiento, continúa, » a los médicos se les enseña a salvar vidas y curar enfermedades, con lo cual pueden sentir cierta frustración por no poder sanar a una persona. Pero la muerte seguirá existiendo y a veces es necesario poder permitirla».
Finalmente, expresa que se precisa entrenamiento sobre cómo comunicar, acompañar y asistir a las familias en la toma de decisiones, «teniendo como eje la dignidad humana. La dignidad de la persona debe ser el principio rector de este proceso».
En nuestro país no existen estadísticas oficiales respecto a adecuación o limitación de tratamientos. La ley se hace conocida a partir de casos que toman cierta popularidad. Uno de los que impulsó el proyecto de ley es el de Marcelo Diez, que según las últimas pericias permaneció en mínima conciencia durante 20 años. Dos décadas que involucraron no solo el padecer obvio que arrastra el cuadro, sino también varias instancias judiciales de rechazo al pedido de los familiares, el desgaste de la burocracia, las decenas de reuniones, hasta que llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que en su sentencia de 2015 finalmente autorizó lo solicitado, ratificando lo establecido en el código civil.
La ley lleva casi 8 años de plena vigencia. Sin embargo muchas personas no saben de su existencia o la confunden con eutanasia. La carga de los familiares y tutores de tener que tomar la decisión por otro es inmensa y está plagada de inquietudes y vaivenes: ¿para quién es lo mejor esto?, ¿es una decisión egoísta?, ¿qué querría la persona?, ¿puedo descansar sobre esta decisión? ¿y si sucede un milagro? No es lo mismo, claro, pero tener un familiar enfermo también es un padecer crónico.
Independientemente del desconocimiento y sus razones, de la muerte hablamos poco. Del derecho a morir ni siquiera hablamos. Hay casos en que la muerte constituye una tragedia. Hay otros en los que es una solución. No hay dos dolores iguales y todos provocan tristeza, pero la ignorancia puede desdoblarse en culpa, y la culpa en el núcleo de un trauma. La ley de muerte digna es, en realidad, una ley de vida digna. Una ley que deja constancia, entre procedimientos y artículos, de que vivir es mucho más que, sencillamente, estar vivo.