En una noche a pura emoción, logró otras dos medallas doradas, llegó a las 21 y lo festejó con su hijo; Ledecky, otra notable ganadora en los Juegos Olímpicos de Río 2016
RIO DE JANEIRO.- Monstruosos, dueños de la épica en otra noche gloriosa. Mostrando porqué son los líderes del equipo norteamericano de natación. Aunque claro, ¿quién cometería el absurdo de ponerlos a la misma altura?Katie Ledecky lo sabe. Y le rinde honores a Michael Phelps derrochando coraje. Explota el Estadio Acuático de Barra de Tijuca cuando aparecen las imágenes del Tiburón desde la sala de llamados, enfrascado en su mundo musical. Con los auriculares que abandonó por primera vez en los Juegos Olímpicos para darle más importancia a lo que acontece a su alrededor., pero sólo en los momentos libres. A la hora de buscar concentración y de aislarse de todo, mantiene sus rutinas. Todas. La de ganar ante todo.
A los 31 años, Phelps se sienta sobre uno de los rieles y le dice al mundo que es el 1. ¡Cómo si hiciera falta! Acaba de conquistar su 21a medalla dorada en sólo 4 Juegos. Vale repetir el dato porque es elocuente: 21 oros superan por dos a los que obtuvo la Argentina en toda su historia. Y quiere que su despedida olímpica sea con su sello. La gente lo quiere campeón y él les da el gusto. Lo dejó en claro en la posta 4x100m libres; lo ratificó anoche, en ese horario central que tanto le gusta a la NBC y que lo fastidia porque le resta horas de descanso. Pero a los derechos televisivos, Phelps le responde con su propia leyenda, tomándose revancha en los 200m mariposa, su prueba predilecta y en la que soportó un durísimo golpe en Londres 2012, al caer por 5/100 con el sudafricano Chad Le Clos. Y después en la posta 4x200m libres. Sí: 21 oros y 25 medallas. ¡Colosal!
Una batalla memorable, la de los 200m mariposa, que empezó a ganar al llegar a la mitad. Intratable. Impulsado por su corazón y tal vez por creer en el efecto de las ventosas milenarias (ver aparte), que le dejan la espalda marcada, pero le dan combustión a su fuego sagrado. Ni Le Clos ni el húngaro Tamas Kenderesi pudieron sostenerle el ritmo en los últimos 50m. Aunque por poco se lleva una sorpresa: a sus 1m53s36/100, el japonés Masato Sakai le tiró un 1m53s40/100. Perdió por 5/100 en Londres, triunfó por 4/100 en Río. ¡Nada! Y se llevó la gran ovación. Sin gritos ni gestos ampulosos: no es su manera. Así quebró la marca de Mark Spitz en Pekín y logró 8 doradas. Así volvió a fijarse desafíos olímpicos después de un par de incidentes (conducir en estado de ebriedad) y de recuperar la autoestima. Y sin contemplaciones cuando siente que debe dar el paso al frente, como al ser consultado por la reprobación del público hacia la rusa Yuliya Efimova, que logró la medalla plateada en los 100m pecho y registra dos positivos: «Que alguien haya dado positivo no una vez, sino dos, y aún así tenga la oportunidad de nadar en estos Juegos… rompe mi corazón. Me gustaría que alguien pudiera hacer algo al respecto. Pienso que vulnera lo que debe ser el deporte».
La otra joya estadounidense, Ledecky, acaso tocada en su orgullo por la notoriedad que estaba cobrando la llamada «Dama de Hierro», la húngara Katinka Hossz, por ser la primera en Río en lograr dos medallas doradas (100m espalda y 400m combinados), contraatacó en una final memorable en los 200m libres. Los últimos 25 metros deben haber sido de los mejores de los Juegos, porque aun cuando la norteamericana había pasado adelante en los 150m, la sueca Sarah Sjoström, que la había relegado en las semifinales, amagó con sorprenderla en las últimas brazadas. Ahí afloró el carácter de la heredera de Janet Evans, como si hubiese tenido una turbina adicional que activó al filo de ser sobrepasada. Tan bestial fue ese final que triunfó con más luz de la imaginada: 1m53s73/100 contra 1m54s/08 de la sueca. Fue su tercera medalla: también tiene la plateada de los 4x100m libres.
Vuelve el Tiburón a la entrega de premios. Está feliz. Parece a punto de quebrarse con el himno, pero lo salva alguien que le grita desde la tribuna y explota en risas. Camina, recorre el estadio saludando y es ovacionado. No aguanta: se trepa a una silla como si fuese Roger Federer en Wimbledon, besa a su madre Deborah, a su mujer Nicole y a su hijo, Boomer, de sólo 3 meses. Lo toma en brazos y se siente más rey que nunca. Michael Phelps también es humano. Aunque a veces no lo parezca.
LA NACION