A finales de los años 70, Elton John cantaba aquello de Sorry seems to be de hardest word. Se trata de una de sus canciones más emblemáticas. El título centra la atención sobre el tema que queremos tratar: a veces decir «lo siento» parece lo más difícil de pronunciar.
Pedir disculpas cuesta y por eso, llegado el caso, intentamos poner en marcha toda clase de estrategias con tal de evitarlo.
Algunos ejemplos son dar explicaciones de lo ocurrido (intentando que la persona ofendida entienda los motivos por los que se actuó de una determinada manera), quitar importancia a lo sucedido, bromear con ello, poner excusas (no asumiendo la responsabilidad), evitar hablar del tema o hacer como que no ha pasado nada.
Pero estas opciones no logran el efecto facilitador del perdón que tienen las disculpas.
Son varios los motivos por los que cuesta asumir la plena responsabilidad de las consecuencias de los actos y disculparse.
Los motivos por los que cuesta asumir responsabilidades
El primero es que supone una pérdida de autoestima, ya que se ha de reconocer que con el propio comportamiento se hizo daño. La imagen de uno mismo se va a ver cuanto menos cuestionada.
Si la valoración negativa es hacia el comportamiento que uno llevó a cabo, puede aparecer la culpa. En el caso de que esa valoración negativa se refiera a la persona por completo, es decir, sea una etiqueta global, entonces aparecerá la vergüenza.
Ambas emociones resultan de difícil manejo, y de ahí que se evite pedir disculpas y ser consciente del daño, precisamente para no sentirlas.
El segundo motivo implica cierta percepción de que se pierde poder o estatus. Algunas personas sienten que es humillante lo que se conoce como «agachar la cabeza» justo por este motivo.
Sería una cuestión de orgullo, que es también una emoción autoconsciente junto con la culpa y la vergüenza. En el caso del orgullo que impide hacerse cargo del dolor causado al otro habría un excesivo apego a una imagen sobrevalorada de uno mismo.
Por último, el tercer motivo es el miedo a que se le pida una compensación costosa, que uno siente que no puede o no quiere ofrecer.
Puede ocurrir también que sea un mero temor, que después no se cumpla, ya que no siempre la persona ofendida solicita compensación; la mayoría de las veces busca comprensión de su dolor, percibir arrepentimiento sincero y buenos propósitos.
Tan importante es pedir disculpas como que estas sean sinceras, ya que de lo contrario es difícil que llegue el perdón del ofendido. La percepción de sinceridad es mayor cuando la disculpa tiene lugar de forma espontánea y próxima a la ofensa, y es menor cuando se obtiene un beneficio por ello (penitenciario, por ejemplo).
Narcisismo, culpa y orgullo
¿De qué depende que al tomar conciencia del daño cometido aparezca dentro de uno la emoción de la culpa, de la vergüenza o bien el orgullo?
Una importante razón, que no agota otras posibles, es el nivel de narcisismo que hay en la personalidad del individuo. Aquellos cuyo nivel de narcisismo sea más bajo tenderán más a la culpa. Por el contrario, los que tengan niveles mayores, tenderán a la vergüenza / orgullo, que son en realidad dos caras de una misma moneda.
El orgullo es una emoción que resulta sana cuando nos permite la propia valoración de lo que uno es capaz de construir, de las acciones y experiencias, de los propios logros, así como de los logros y acciones de los demás.
El problema con el orgullo aparece cuando es tan elevado que mueve a la persona a la soberbia, la cual le hace valorarse a sí misma por encima de las demás. Puede llegar a ser una fuente de bloqueo, tanto de las ideas, como de la empatía con los otros.
La persona narcisista puede resistirse a tomar conciencia del daño al otro y aferrarse al orgullo. Consigue con ello salvaguardar su imagen ante sí, pero crea un intenso malestar al otro. No obstante, en ocasiones la resistencia cede a la evidencia, y se hace cargo en toda su magnitud. Y ahí sí aparecería la vergüenza, y con ella un intenso malestar.
Del adecuado nivel de culpa, de vergüenza y de orgullo dependerá que las disculpas alcancen a la persona dañada o bien que ese posible perdón quede en el camino. Puede ayudar a este equilibrio el no identificarse con la acción cometida por fallida, errónea y dañina que haya sido.
Cualquier persona es mucho más que sus comportamientos, por lo que apegarse a la idea de que «todo lo hago mal» o «soy malo, soy un desastre» resulta del todo falaz.
Además, no tener esos pensamientos de uno mismo ayudará a mantenerse en el mismo plano que los demás, sabiendo que se es tan digno de valoración como el otro y cuidando la conexión empática, lo que permitirá unas relaciones saludables.
*Inés Serrano Fernández es profesora colaboradora y doctora del Departamento de Psicología de la Universidad CEU San Pablo, Madrid. Su artículo original fue publicado en The Conversation que puedes leer aquí