Una semana común en la vida de John Wayne Gacy durante el año 1978 incluía actividades muy diversas.
Por las mañanas solía acudir al edificio de PDM (Pintura, Decoración y Mantenimiento), la empresa que había fundado en 1971 y que le reportaba dividendos cada vez más favorables. Una vez allí, no se limitaba a quedarse en su despacho: recorría los pasillos, se asomaba a la oficina del contador, hablaba con los obreros y operarios que iban o volvían de algún encargo, se dirigía a la sala de materiales y comprobaba el estado de conservación de cada uno. Almorzaba después en un restaurante cercano, donde lo conocían por su nombre y le reservaban una mesa.
Era una persona simpática, extrovertida, muy sociable. Las tardes las dedicaba a sus compromisos políticos. Era el coordinador de la sede del partido Demócrata de Chicago, y aunque no estaban en campaña siempre había algo que organizar, desde cenas benéficas a inauguraciones. Hay, incluso, una foto suya con Rosalynn, esposa de Jimmy Carter (presidente de EE.UU. entre 1977 y 1981), en el día del desfile del orgullo polaco.
Algunas tardes, Gacy cumplía un encargo especial: se disfrazaba de payaso, con un traje que él mismo había diseñado, maquillándose por casi una hora frente al espejo, para presentarse en fiestas de cumpleaños infantiles o en la sala infantil de un hospital de Chicago. Se hacía llamar Pogo. (“Cuando me disfrazaba de payaso regresaba a mi infancia”, declaró en 1992). Por las noches, en general, solía quedarse en su casa, prepararse la cena, ver una película en la televisión antes de dormir.
Algunas noches, sin embargo, se subía a su auto (un Oldsmobile negro, impecable), tomaba las salidas de Chicago, sobre todo las de la zona sur, se acercaba a los jóvenes solitarios que hacían dedo y entablaba con ellos una conversación. Les preguntaba cómo se llamaban, dónde iban, si querían que los acercara a alguna parte.
Los chicos veían a ese señor de cara rechoncha y sonrosada, en su auto último modelo, con sus modales refinados, y confiaban. Se subían. Gacy se tiraba sobre ellos y los dormía con una buena dosis de cloroformo empapada en un pañuelo.
Volvía a su casa (vivía en un coqueto suburbio de Chicago) con el joven desvanecido en el asiento de acompañante, entraba el auto al garaje, sacaba el cuerpo y lo llevaba en brazos hasta el interior de su cuarto.
Allí tenía su santuario: todos objetos que habían pertenecido a sus víctimas anteriores, prolijamente dispuestos en la cómoda. Los esposaba a los gruesos barrotes de su cama. Les anudaba la boca con un trapo, que era siempre el mismo (parte de sus objetos mágicos) y tenía impregnada la saliva con el gusto a horror de todos los chicos anteriores.
Después los despertaba. Los torturaba. Los violaba. Por último los asesinaba pasándoles un cinturón por el cuello y haciendo presión con un palo, o metiéndoles la hoja de un cuchillo de cocina en el pecho, tantas veces como fuera necesario. Lo hacía respirando con agitación, enfermo de placer.
Gacy, caracterizado como el payaso Pogo.
Cuando el cuerpo se quedaba quieto, lo desataba, lo llevaba hasta el sótano y lo enterraba. Debía elegir bien los lugares: había más de treinta cuerpos ocultos ahí, y era fácil toparse con uno cuando estaba trabajando con la pala.
Al final volvía a su cuarto, limpiaba todo y se acostaba a dormir.
Dormía a los muchachos que capturaba con cloroformo. En su cuarto, donde los esposaba a la cama, tenía un santuario con objetos de sus víctimas anteriores.
Una infancia traumática
Gacy había nacido en 1942. Tuvo una infancia por lo menos difícil: su padre (un maquinista hijo de inmigrantes polacos llamado John Stanley) era un buen trabajador, pero también alcohólico, desapegado de sus hijos y violento, que solía abusar físicamente de su madre, Marion Elaine.
El pequeño John Gacy (al que le agregaron el “Wayne” como homenaje al famoso actor de películas del Oeste) fue el único hermano varón de tres, y pasó su infancia como un aliado de las mujeres de su casa, que se protegían mutuamente.
Era un niño gordito de gestos y voz afeminados. Su padre, decepcionado por su carácter, no desperdiciaba la oportunidad de maltratarlo. Mariquita, le decía, portate como un hombre. Intentó iniciarlo en la pesca, una de sus actividades favoritas, pero el pequeño Johnny prefería la compañía femenina, con las que jugaba a cocinar. Era, habitualmente, dejado de lado incluso por sus compañeros del colegio.
A los once años un golpe en la cabeza le provocó un coágulo, que se manifestó a los 16, cuando empezó a desmayarse sin razón en cualquier momento del día.
Esto le significó la imposibilidad de relacionarse con chicos de su edad, a lo que se sumaban algunas extravagancias. Cuando era un niño, todavía, llevó a unos de sus amigos, un compañero de los scouts, a su casa, y le mostró su secreto: tenía guardada ropa interior de su madre en uno de los cajones de su ropero. Me pregunto cómo me quedaría, le dijo a su amigo, que huyó despavorido.
Con el tiempo, sin embargo, aprendió una lección que no lo abandonaría. Todo hombre tiene dos caras: la verdadera y la que usa para relacionarse con los demás, para vivir en sociedad. La cara maquillada del payaso. Se propuso, entonces, fabricarse esa máscara, y de a ratos lo logró.
Comenzó a salir con chicas. A los 22 años trabajaba como vendedor de zapatos y se desempeñó por primera vez en un cargo de voluntario en la Cámara de Comercio, donde organizó campañas políticas y llegó a codearse con el gobernador de Illinois, Otto Kerner.
En febrero de 1964 conoció a la que sería su primera esposa, Maryleen Myers, una tímida bibliotecaria, muy educada y obediente, con la que podría mostrarse en público. Su otra cara pugnaba por salir, lo inquietaba. La noche en que Michael, su primer hijo, estaba naciendo, él se emborrachaba y se acostaba con un compañero del trabajo.
En esa época, Gacy, que gracias a los favores de su suegro se había convertido en administrador de tres locales de Kentucky Fried Chicken, reclutaba hombres jóvenes y atractivos y organizaba orgías con ellos, en las que a veces participaba su propia esposa.
Policías de Chicago realizando pericias en la casa de Gacy.
Una tarde, mientras su mujer estaba de viaje con los chicos, llevó a su casa a un adolescente de quince años de edad, lo invitó a ver una película en el sótano y abusó de él. Luego lo amenazó con matarlo si lo delataba.
Tres años después, el chico rompió el silencio y lo denunció. Durante la investigación aparecieron otros jóvenes acusándolo de abuso. Gacy fue enjuiciado y condenado a diez años, de los que cumplió nada más que catorce meses. Su padre había muerto de cirrosis mientras él estaba en la cárcel. No volvería a ver a su esposa ni a sus hijos.
Al salir intentó enderezarse. Una vez más, portar su máscara.
Empezó a trabajar como chef, y en el 71 fundó PDM, en la que él mismo se encargaba de entrevistar y reclutar a los jóvenes empleados. Conoció a Carole Hoff, su segunda mujer, que tenía dos hijas, y estuvieron casados cuatro años, hasta que ella lo dejó por la nula vida sexual.
El 2 de enero de 1972 mató a su primer adolescente: Tom McCoy, de 16 años, que estaba esperando en la estación de autobuses de Greyhound. Gacy lo llevó a su casa, tuvieron relaciones y después le enterró un cuchillo de cocina en el pecho repetidas veces. “Ver cómo la sangre le salía del cuerpo me excitó”, confesaría años después.
Gacy llevaba doble vida. Reclutaba hombres jóvenes y atractivos con los que armaba orgías en las que a veces participaba hasta su propia esposa.
Las cifras del horror
Fue esa excitación lo que lo hizo seguir. Con sus 33 víctimas comprobadas, Gacy es considerado el mayor asesino serial de la historia de los Estados Unidos, un país muy generoso en el rubro. Lo hizo en el lapso de seis años, sin que la Policía pudiera sospechar de él. Los vecinos, que podían oler a las víctimas enterradas allí abajo, se quejaban cada tanto, pero él les decía que era por la humedad, que ya lo arreglaría.
Podría haber seguido para siempre, pero a finales de 1978 cometió un error. Se dejó ver con Robert Piest, un adolescente que trabajaba en una farmacia, y, cuando éste desapareció, los policías fueron a interrogarlo.
Gacy negó conocerlo. Los policías se fueron y volvieron con una orden de allanamiento, y encontraron el altar con los objetos personales de las víctimas. Gacy se quebró y confesó sus crímenes. El 21 de diciembre fue detenido por homicidio. ¿Lugar de nacimiento?, le preguntó un policía. Estado de confusión, respondió Gacy.
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La gente del barrio, espantada, se juntó en la vereda para ver el trabajo de los forenses. John Gacy, el buen vecino, el payaso infantil, era un asesino: no podían creerlo. Los forenses salían pálidos de su sótano, arrastrando en una camilla los restos embolsados de todas sus víctimas: fémures, cráneos, costillas.
En febrero de 1980 comenzó el juicio. Lo encontraron culpable y lo condenaron a veintiún cargos consecutivos de cadena perpetua y doce cargos de pena de muerte. Durante la espera, Gacy desarrolló interés por la pintura, sobre todo los autorretratos donde se representaba como Pogo, el payaso.
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La mañana en que lo ejecutaron con inyección letal, en 1994, había, en las inmediaciones de la cárcel, casi un centenar de personas festejando. Muchos tenían una remera que rezaba “No tears for the clown” (Sin lágrimas por el payaso).
Gacy tenía 52 años. Sus últimas palabras fueron: “Matarme no hará regresar a ninguna de las víctimas. ¡El Estado me está asesinando! ¡Bésenme el culo! ¡Nunca sabrán dónde están los otros!” Tras su muerte, le extrajeron el cerebro y lo examinaron, sin encontrar ninguna anomalía.
La doctora Morrison, que estudió a distintos asesinos seriales, como Ed Gein, que también era ladrón de tumbas, afirmó, durante el juicio que Gacy tenía la “estructura emocional de un niño”.