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Para qué sirve la literatura

Esta historia comenzó a fines de los años 80, probablemente en 1989, cuando mi amigo Fabián Polosecki me regaló un libro encuadernado en rojo con letras doradas, de Jean Paul Sartre, cuya tapa rezaba: Para qué sirve la literatura. En rigor, se trataba de un error del encuadernador: al atisbar la primera página, se descubría que el título del libro era Qué es la literatura. Yo había leído por entonces la obra literaria completa de Sartre, y sólo uno de sus libros de filosofía: El existencialismo es un humanismo. Aunque su obra literaria, teatro, novela, cuentos, me había aburrido implacablemente, el único de sus libros filosóficos que leí me deslumbró. Todavía me deslumbra. Es cierto que muchas de las mismas ideas ya habían sido esbozadas por otros filósofos, o pensadores, en siglos anteriores a su publicación, pero nunca las encontré sintetizadas y presentadas con tanta potencia como en esa breve transcripción de la conferencia de Sartre en la inmediata pos guerra parisina. Principalmente porque Polo me lo había regalado, intenté leer Qué es la literatura. Caí como uno de los soldados de las obras teatrales de Sartre. No me enteré de qué era la literatura, ni cuáles eran la hipótesis del libro, me aburrió antes de que alcanzara la página 10. Por muy grande y rojo que fuera, lo perdí de vista en el cementerio de “libros a leer” de mi biblioteca; la mayoría de ellos, desahuciados, pero quién sabía, si por algún motivo un nuevo Diluvio inundaba la Tierra, y no quedaban árboles ni papel, quizás no me quedara más remedio que intentar terminarlo. No concebía una vida sin libros.

El tiempo pasó. Perdimos a Polo. Un diluvio prosaico, no bíblico, inundó mi departamento de soltero. El agua caía del techo como si fuera una criatura viva. Varios de mis libros a leer se ahogaron. Qué es o Para qué sirve la literatura, corrió esa misma mala suerte. Unos días después, lo encontré apelmazado, fofo, amenazado de putrefacción. No se lo podía abrir. Tampoco me interesaba hacerlo, pero verlo morir así me apenaba. De algún modo ese libro era un recuerdo. Pero no me quedó más remedio que arrojarlo a la basura en mi siguiente mudanza.

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Un domingo

A fines del año pasado, una vez más, el destino me deparaba un viaje sin material de lectura. Con creciente frecuencia me he preguntado, ¿qué hace la gente que no lee? Siempre he pensado que mientras una persona lee, no puede estar haciendo algo peor. No digo que la lectura pacifique ni disuada a los individuos, pero reitero: inmersos en el acto mismo de leer, no pueden matar ni robar. La lectura es silenciosa, contemplativa, estéticamente agradable. El espectáculo de una persona leyendo, aunque sea el manual de instrucciones para descuartizar a un bambi, tiene en sí mismo una gracia contagiosa. Pero mi trayecto era Belgrano-Once en tren con las manos vacías. Ya conocía la librería de usados de una ocasión anterior, y decidí probar suerte. Tenía 150 pesos por todo concepto. Busqué entre los libros de saldo y hallé un ejemplar de la editorial Losada, de Qué es la literatura, de 1970. Aquí el título estaba bien puesto y la edición era noble. Costaba 150 pesos. Si lo adquiría, y en el tren padecía una crisis de sed o cualquier percance, estaría al arbitrio de los elementos. Pero si no lo adquiría, quizás nunca más encontrara una ocasión tan propicia para hacerlo. Una vez había dejado pasar un libro de Stefan Zweig a precio de saldo, y todas las demás veces que lo había encontrado lo cobraban a valor de importado: una diferencia de 1 a 200. Sabía que en cuanto procurara leer el de Sartre, mi cabeza caería bajo el peso del tedio como un saco de patatas. Pero me consolaba la idea de conservarlo, otra vez sano, en mi biblioteca seca. Sartre me había defraudado políticamente; su apoyo al maoísmo, al marxismo, a los asesinos de la Baader Meinhoff y al castrismo, me lo volvían francamente hostil, pero su pequeño panfleto sobre el existencialismo seguía ejerciendo su influencia en mí.

Puse mis dos únicos billetes encima del mostrador y me llevé la ganga.

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La tapadera

Unas pocas cuadras después, un malviviente me asaltó. No se preocupó por ocultar su infamia: me apuntó con la mano en el bolsillo, declarando que tenía una pistola y anunciándome que, si me movía, me “quemaba”. “Quedate quieto o te quemo, flaco”, proclamó sin que yo atinara a entenderlo, para después aclarar: “Te pego un tiro”.

-Esto es todo lo que tengo -dije mostrándole el libro de Sartre.

El ladrón me arrebató el libro, lo hojeó, buscó como si pudiera encontrar algo entre las páginas y lo tiró al piso.

-Dame el celular -insistió, con un insulto.

-Me lo olvidé.

Le pegó una patada al libro, alejándolo unos metros, y se marchó a paso rápido, pero sin correr. Nada lo inquietaba. La policía no lo castigaría por patear Qué es la literatura, ni lo perseguirían por amenazarme de muerte. Caminé hasta el libro, lo recogí y lo miré. Estaba intacto. Casi contra mi voluntad, sentí un cierto cariño por Sartre. Tantos años después, volvía a hacerme un favor. Si no hubiera comprado el libro, me hubieran robado el dinero. Sentí la tentación de venderlo: seguro que por esa edición de los años 70, podía sacar al menos 50 mangos más. Pero preferí aceptar ese milagro, como dice la poeta Prilutzky. Mas de un cuarto de siglo atrás, Polo me lo había regalado, y un cuarto de siglo después me permitía zafar de un ratero. La vida no tenía sentido. No sé si había aprendido qué era la literatura pero, al menos por aquel día, sí, me había servido para algo. Quizás el encuadernador no se hubiera equivocado, después de todo.

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