El recuerdo de la bofetada que le dio el terrorista alemán le duele hasta el día de hoy a Shai Gross, 40 años después del secuestro de un avión comercial que fue desviado hacia Uganda.
El israelí, de pelo oscuro, se toca la mejilla con la mano. Sus pensamientos le trasladan otra vez a la terminal aérea de Entebbe. En aquel entonces, Gross tenía poco menos de seis años de edad y fue el más joven entre los más de 100 rehenes que estuvieron una semana entera en poder de los terroristas, hasta que el Ejército israelí lanzó una atrevida operación de rescate. “Estábamos muertos de miedo”, dice Gross. “Mi madre me escondió bajo el asiento y me cubrió con su falda”. El avión, de la compañía Air France, había sido secuestrado por los terroristas izquierdistas alemanes Wilfried Böse y Brigitte Kuhlmann junto con dos miembros del Frente Popular para la Liberación de Palestina. Con esta acción pretendían forzar la puesta en libertad de más de 50 presos palestinos recluidos en cárceles en Israel y otros países.
Tzipi Gonen, de 48 años, también era uno de los niños que viajaban en el vuelo 139. “Nos obligaron a cruzar las manos sobre la cabeza”, relata la mujer en su casa bien cuidada en Herzliya, al norte de Tel Aviv. “Comprendí que algo grave estaba ocurriendo. Todos los adultos tenían mucho miedo”.
Después de una escala en la ciudad libia de Bengasi, el avión aterrizó en Uganda, cuyo dictador, Idi Amin, era conocido por sus posiciones propalestinas. Soldados ugandeses alojaron a los rehenes en una terminal del aeropuerto. Unos días después, Amin fue a visitar a los secuestrados y les hizo creer que quería ayudarles. Sin embargo, a Gonen le daba miedo el dictador. “En aquel momento me parecía un monstruo”.
Los dos ex rehenes guardan un muy mal recuerdo de los terroristas alemanes. Brigitte Kuhlmann estaba “extremadamente nerviosa, más que los otros secuestradores”, dice Gonen. La terrorista, una ex estudiante de pedagogía, abofeteó a algunos de los niños, recuerda la israelí. Gross también lleva grabada en la memoria la bofetada que le dio Wilfried Böse. “Yo estaba jugando al fútbol con otro niño con una lata fuera de la terminal. Como estábamos haciendo ruido, me golpeó en la cara”. Gross recuerda a Böse como un “auténtico nazi”.
Lo que también despertó recuerdos del régimen nacionalsocialista fue la “selección” especialmente pérfida de los pasajeros israelíes y judíos por parte de los terroristas alemanes. Quienes no eran judíos fueron puestos en libertad. “Uno de los rehenes era un superviviente del Holocausto, Itzhak David, quien llevaba tatuado en el antebrazo un número de un campo de concentración”, relata Gonen. “Para él, la situación era insoportable”. El piloto y los auxiliares de vuelo de Air France decidieron permanecer al lado de los rehenes judíos.
Una semana después del secuestro comenzó la dramática operación de rescate llevada a cabo por comandos especiales israelíes, que en secreto se habían trasladado de Israel a Uganda, una distancia de 4.000 kilómetros. “De repente oímos disparos y explosiones. Parecía un manicomio”, recuerda Gonen al traer a la memoria aquella noche del 3 al 4 de julio de 1976.
En una esquina, su padre la protegió a ella y a su madre cubriéndolas con su cuerpo. “Sin embargo, como mi hermano de 13 años no estaba con nosotros, mi padre en algún momento se levantó”. De 50 años, fue herido entonces mortalmente por balas disparadas por las fuerzas de rescate. La familia Gross escapó por un pelo a la muerte. “Mis padres me escondieron bajo unos colchones”, relata Shai Gross. “Un soldado israelí entró en la habitación y encañonó a mi padre, que gritó “Israel, Israel!”.
Al salir hacia afuera, vio “mucha sangre y muchos muertos”. Gross fue uno de los primeros en ser llevados por los soldados israelíes a un gigantesco avión de transporte del tipo Hercules, que llevaría a los rehenes de regreso a Israel. Previamente, los comandos israelíes habían destruido aviones de combate ugandeses en el aeropuerto para impedir una persecución.
En el avión fue transportado también en una camilla un cadáver tapado con una manta. “Le pregunté a mi madre quién era”, recuerda Gross. Ella le susurró al oído: “Yoni Netanyahu”. El comandante de la unidad de élite Sayeret Matkal, hermano del actual primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, había muerto durante la operación, que también costó la vida a todos los secuestradores, tres rehenes y 20 soldados ugandeses.
Con ocasión del 40° aniversario de la “Operación Entebbe”, Netanyahu inició ayer una gira por Africa. Ayer aterrizó en Uganda. / AP
Con ocasión del 40° aniversario de la “Operación Entebbe”, Netanyahu inició ayer una gira por Africa que lo llevará también a Uganda, en lo que será la primera visita del jefe de Gobierno israelí a este país. Las circunstancias que rodearon la muerte de su hermano condicionaron la decisión de Benjamin Netanyahu de convertirse en político. “En la familia Netanyahu, Yoni era considerado como la gran promesa”, dice el periodista Ben Caspit, autor de una biografía del actual jefe de Gobierno. “En realidad, Benjamin quería ser empresario y planeaba llevar una cómoda vida en Estados Unidos”, explicó Caspit a DPA. “La muerte de Yoni cambió todo de golpe. La antorcha estaba en el suelo y a Benjamin lo empujaron a recogerla”. Después de la Operación Entebbe, Netanyahu contribuyó a elevar a su hermano a la categoría de héroe nacional y aprovechó ese status como trampolín político, sostiene el periodista.
Cada uno de los ex rehenes ha elaborado a su manera el trauma del secuestro y las terribles imágenes que daban vueltas en la cabeza. Shai Gross se dedicó a atender a supervivientes del Holocausto y desempeñó un papel muy activo en las gestiones para lograr la puesta en libertad del soldado israelí Gilad Shalit, secuestrado hace diez años en la Franja de Gaza. Por su parte, Tzipi Gonen admite que sobreprotege a sus dos hijos, de 19 y 21 años. Por lo demás, siempre ve “el vaso medio lleno”. Por cierto que su destino favorito para las vacaciones es Alemania. “Para mí –dice sonriendo– no tiene importancia que dos de los terroristas fuesen alemanes”.
Por Sara Lemel Herzliya, Israel. DPA