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Muere Isabel II: el momento en el que se detiene la historia

Este es el momento en el que se detiene la historia. Por un minuto, una hora, por un día o una semana. Este es el momento en el que se detiene la historia.

A lo largo de una vida y un reinado, dos momentos de dos épocas muy diferentes iluminan el hilo que unió muchas décadas. En cada uno, una silla, un escritorio, un micrófono, un discurso. En cada uno, esa voz aguda, esas vocales entrecortadas y precisas, esa ligera vacilación acerca de hablar en público que nunca parecía abandonarla.

Un momento está salpicado de sol, aunque el pueblo británico sufría un terrible invierno de posguerra. Una mujer joven, apenas más que una niña en realidad, está sentada con la espalda erguida, su cabello oscuro recogido, dos collares de perlas alrededor del cuello.

Su piel juvenil es impecable, es muy hermosa. Una vida se abre ante ella.

Ella promete esa vida a su audiencia en todo el mundo. Les dice: «No tendré la fuerza para llevar a cabo esta resolución sola». Y les pide que la acompañen en los años por venir.

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El otro discurso es más formal. Más de siete décadas después, en el 75º aniversario del día en que terminó la guerra en Europa, se sienta detrás de un escritorio, con una foto de su padre, el difunto rey, en uniforme, a su derecha.

Su cabello, todavía recogido, ahora es blanco. Lleva un vestido azul, dos prendedores, tres collares de perlas. Las muchas décadas han dejado su huella, pero sus ojos aún brillan y su voz aún es clara.

El escritorio está prácticamente vacío salvo por la foto y, a la derecha, en primer plano, una gorra color caqui oscuro, con una insignia en el frente.

«Todos tenían un papel que jugar», dice sobre una guerra de hace mucho tiempo.

La importancia de servir

La gorra pertenecía a la subteniente Windsor, del Servicio Territorial Auxiliar; la joven princesa le insistió a su adorado padre que le permitiera unirse para así poder servir en uniforme, incluso cuando la guerra que la definió a ella, y durante muchas décadas a su nación, llegaba a su fin.

Ahora, 75 años después, la gorra tiene un lugar de honor mientras le habla a la nación en el aniversario de una gran y heroica victoria.

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La gorra es un simple recordatorio de lo que ella más admiraba: el servicio. El servicio que ofreció ese día dorado hace décadas, el servicio que vio en sus años de formación cuando la nación, la Commonwealth y el Imperio dieron la vida para que otros pudieran ser libres.

El servicio que ella creía que estaba en el corazón de la Corona que heredó y al que dedicó su larga vida.

Tres décadas después de ese voto de servicio, ella se permitiría un raro momento de introspección pública.

«Aunque ese voto se hizo ‘en mis días de juventud cuando era inmadura'», dijo en un discurso en el edificio Guildhall de Londres en su Jubileo de Plata, «no me arrepiento ni me retracto de ni una palabra».

Una mujer reservada

A lo largo de las décadas, habló poco y reveló aún menos sobre sí misma en público.

Ella, una hija de la era de los medios de difusión, nunca dio una entrevista. Una o dos veces la filmaron «conversando» con un amigo de confianza, hablando amistosamente sobre algo que no generara controversia, como la colección de joyas reales.

Sus palabras serían revisadas en busca de un indicio de controversia o una revelación sobre su carácter. Pero ella era demasiado cuidadosa, y sus amigos demasiado leales, para que se le escapara algo importante.

No descuidó el medio que llegó a la madurez al mismo tiempo que ella: la televisión.

Fue su decisión permitir que se televisara su coronación, fue su decisión televisar su mensaje de Navidad, fue su decisión hablar en vivo a la nación después de la muerte de Diana, princesa de Gales. «Tengo que ser vista para ser creída», decía.

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La cobertura de la radio, la televisión y los periódicos, las interminables fotografías de ella con vestidos y trajes bien elegidos: todo eso formaba parte de lo que era ser reina, parte del trabajo al que se había comprometido toda su vida. Hablar públicamente de sus sentimientos no lo era.

Y ella procedía de una generación -y de una nación- que no sentía la necesidad de compartir sus sentimientos. La nación cambiaría. Ella no lo haría.

El encuentro entre destino y carácter

Aquí chocarían destino y carácter.

Era su destino tomar la Corona mientras el país avanzaba hacia un cambio de gran alcance. Pero la reina fue clara sobre su gusto por la tradición, por la forma en que siempre se habían hecho las cosas, y sobre su desagrado por el cambio.

Su corazón estaba en el campo, y allí, con caballos y perros y entre aquellos que amaban a los animales como ella, estaba la tranquilidad de un lugar que cambiaba poco a poco, si es que lo hacía.

«Me parece que una de las cosas tristes», diría a finales de los años 80, es «que la gente no acepta trabajos de por vida, prueban cosas diferentes todo el tiempo».

Monarca y monarquía iban como anillo al dedo; una soberana que disfrutaba de la tradición liderando una institución establecida sobre ella.

Más allá de las puertas del palacio, un torbellino de cambios transformaría Gran Bretaña. Ella llegó al trono en un punto de inflexión en la historia británica. Victorioso pero agotado por la guerra, el país ya no era una potencia global, militar o económica.

El surgimiento de los sindicatos, la provisión colectiva de servicios y la creación de un estado de bienestar universal marcaron un cambio radical en la organización del Estado y la economía.

La majestuosa retirada del Imperio se convirtió en una salida apresurada.

A medida que avanzaba su reinado, el antiguo orden (Iglesia y aristocracia, las escalas de clase y conocer tu lugar) se derrumbó. El éxito financiero y la celebridad superaron al accidente de nacimiento como medida de los logros sociales.

Los bienes de consumo -frigoríficos, lavadoras, televisores y aspiradoras- transformaron hogares y vidas sociales.

Las mujeres se incorporaron a la fuerza laboral; las viejas comunidades obreras fueron barridas con los barrios marginales que las albergaban; una sociedad que antes era cohesionada y homogénea se volvió móvil, atomizada y diversa, desarraigada de viejas certezas y lealtades.

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También hubo algunos cambios en palacio, especialmente a principios del reinado.

El final de la «temporada de los debutantes» significaría que las hijas de las «mejores» familias ya no serían presentadas en la corte, se vieron caras nuevas entre los invitados a almorzar y cenar; y la televisión significaba que los británicos podían ver a su reina y cómo vivía, primero por la transmisión de Navidad, luego por un documental de larga duración a fines de los años 60.

Pero esto fue un cambio con una «c» muy pequeña.

A medida que su séptima década en el trono llegaba a su fin, el ritmo de la monarquía seguía siendo reconocible desde el principio, uno que no habría sorprendido ni a su padre ni a su abuelo: Navidad y Año Nuevo en Sandringham, Semana Santa en Windsor, las largas vacaciones de verano en Balmoral, la ceremonia de Trooping the Colour, Royal Ascot, las investiduras, el cambio de guardia, el día del Armisticio.

Cuando el cambio presionó por todos lados, ella se resistió. Su destino era heredar la corona mientras el país se encontraba en el umbral del cambio y reinar mientras el cambio se arremolinaba alrededor del palacio.

Su carácter dictaba que ella no cambiaría con él, no se doblegaría ante la moda. Esa resistencia, ese profundo aprecio -incluso amor- por la tradición, fue su mayor fortaleza y la llevó a quizás su mayor prueba y su crisis más grave, cuando su familia se venía abajo.

El papel de la familia

La familia siempre ocupaba el segundo lugar después de la Corona. Cuando sus dos primeros hijos, el príncipe Carlos y la princesa Ana, eran poco más que niños pequeños, fueron dejados atrás -como ella y su hermana, la princesa Margarita, habían sido puestas de lado por sus padres dos décadas antes- al marchar la reina y el duque de Edimburgo en una gira mundial de seis meses.

No era una madre insensible, pero sí distante. La Corona y sus responsabilidades habían llegado a ella cuando tenía solo 25 años y se tomaba esas responsabilidades muy en serio. Muchas decisiones sobre los niños fueron delegadas al duque.

Tres de los matrimonios de sus cuatro hijos terminarían en divorcio. Ella creía en el matrimonio, era parte de su fe cristiana y de su comprensión sobre lo que unía a la sociedad.

«El divorcio y la separación», dijo una vez, «son responsables de algunos de los males más oscuros de nuestra sociedad actual».

No hay duda de que esa opinión, sostenida por muchos a fines de la década de 1940, se suavizó con el paso de los años. Pero a ningún padre le gusta ver fracasar el matrimonio de su hijo.

El autoproclamado «annus horribilis» de la reina en 1992 vio la separación del duque y la duquesa de York, el divorcio de la princesa Ana y el capitán Mark Phillips y la separación del príncipe y la princesa de Gales.

«Un punto bajo en su vida», escribió un biógrafo, no por lo que había llevado a la rara admisión pública de tiempos difíciles, «sino por la falta de gratitud, incluso la burla, con la que sus 40 años de dedicación parecían haber sido coronados».

El paso del tiempo

Su primera década había pasado en un fogonazo de adulación, en casa y en el extranjero. Grandes multitudes acudieron a verla en giras internacionales. En casa, algunos proclamaron una nueva era isabelina, aunque la reina fue lo suficientemente inteligente como para desautorizarla de inmediato.

Los años 60 vieron un lento enfriamiento: la reina estaba más involucrada con su familia, la novedad de un nuevo monarca había pasado, la generación del baby boom de la posguerra que ahora llegaba a la mayoría de edad estaba atrapada por pasiones diferentes a las de sus padres.

Los años 70 y 80 no vieron una interrupción en su servicio, pero el enfoque de algunos entusiastas de la realeza, y los medios de comunicación, se desplazó hacia sus hijos, sus matrimonios y sus parejas.

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A mediados de la década de los 90, la monarquía parecía, para algunos, desvinculada del estado de ánimo popular; en las columnas de comentarios de los periódicos había críticas directas a la reina y reflexiones sobre el futuro de la monarquía.

Su reinado a veces parecía asociado a otra época. ¿Cuál era su lugar -y el de la monarquía- en la nueva «Cool Britannia» y el estilo informal adoptado por Tony Blair? ¿Cómo encajaba el palacio -depositario de la tradición- con la demanda popular de cambio expresada en la aplastante victoria electoral de los laboristas?

La muerte de Diana

Apenas unos meses después de esa victoria, una calurosa noche de agosto en París se produjo la muerte de Diana, princesa de Gales. Una alfombra de flores pronto se extendió frente al Palacio de Kensington. El asta de la bandera sobre el Palacio de Buckingham permaneció desnudo. Muchos en la nación se sintieron desolados por la pérdida de la princesa.

«Muéstrenos que le importa, señora», rezaba el titular del Daily Express. «¿Dónde está nuestra reina? ¿Dónde está su bandera?», exigía el diario The Sun.

Durante cinco largos días, la reina permaneció en Balmoral, aparentemente sin darse cuenta del espasmo que asolaba partes del país. Tal vez, como informó el palacio más tarde, fue para proteger y consolar a los jóvenes príncipes William y Harry.

Pero, dado su carácter, esa profunda aversión al cambio parece haber impulsado las decisiones tomadas en ese momento; Balmoral no debía ser interrumpido, ninguna bandera ondeaba nunca en el Palacio de Buckingham en su ausencia, el Estandarte Real nunca ondeaba a media asta.

Fue un terrible error de juicio. Se apresuró a regresar a la capital, al Palacio de Buckingham. Se detuvo a mirar las flores que se amontonaban por todas partes.

«No estábamos seguros», le dijo un exfuncionario a un biógrafo, «de que cuando la reina saliera del auto, no fuera a ser siseada ni abucheada». Fue así de malo.

Ella se había negado a transmitir un mensaje por los medios de difusión al principio, luego cedió y acordó hablar en vivo. Le habló a la nación, justo antes de las noticias de las 18:00 de la BBC.

Ella, que una vez había llevado a los ejecutivos de radiodifusión a la desesperación por su forma de hablar inexpresiva, apenas tuvo tiempo de prepararse.

Su actuación fue impecable, su discurso fue breve pero perfectamente entonado. Habló de «lecciones por aprender»; habló «como una abuela»; habló de la «determinación de apreciar» la memoria de Diana.

Fue un triunfo, sacado de las fauces de una profunda crisis. El veneno que se arremolinaba en torno a la familia real, en torno al palacio y en torno a la propia institución de la monarquía, fue extraído. Una vez durante su reinado, solo una vez, el destino y el carácter chocaron con consecuencias casi desastrosas.

La acogida en el exterior

Ambos se combinarían más felizmente en el rol internacional de la reina. En el momento de su muerte, no había realizado giras durante muchos años. Pero durante décadas no solo fue una celebridad mundial como ninguna otra, sino también un sutil instrumento de influencia.

Nada se compararía con la primera década deslumbrante de su reinado, antes de que la televisión hiciera de su imagen un lugar común y sus recorridos accesibles desde la sala de estar.

En su larga gira de 1954 por Australia, se cree que dos tercios del país acudieron a verla; en 1961, dos millones de personas se alinearon en la carretera del aeropuerto a la capital india, Nueva Delhi; en Calcuta, tres millones y medio esperarían para ver a la hija del último emperador.

El destino dictaría que ella supervisaría el largo ocaso del Imperio, aunque la reina no asistió ni una sola vez a una ceremonia de bajada de bandera. Muchas veces en las décadas de 1950 y 1960, un miembro de la familia real se ponía de pie cuando la bandera de la Unión bajaba en una antigua colonia y el himno nacional sonaba por última vez.

La determinación de que algo debería surgir de la familia imperial a la que se había comprometido a servir significaría que construiría una nueva asociación sobre las cenizas del legado imperial de Gran Bretaña.

En palacios y casas repartidas por la capital y el país vivía su familia de sangre.

Su familia territorial se extendió por todo el mundo: un grupo de naciones tremendamente diversas, grandes y pequeñas, ricas y empobrecidas, repúblicas y monarquías, a las que ella encantó, engatusó y empujó a recordar qué los unía y qué podrían lograr juntos.

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Se realizaron giras internacionales en nombre del gobierno de turno; eran herramientas de política exterior, si no explícitamente, en el entendimiento de que la influencia de la reina sería beneficiosa para las relaciones entre Gran Bretaña y los lugares que visitaba.

Parecía glamoroso (el Yate Real, el Vuelo de la Reina, los banquetes y las galas) y, antes de que los viajes aéreos internacionales se convirtieran en algo común, era una experiencia extraordinaria.

Pero siempre fue un trabajo duro, largas jornadas y semanas de recepciones, exposiciones, inauguraciones, almuerzos con funcionarios, cenas de Estado y discursos pronunciados y escuchados con paciencia.

A aquellos que han observado una gira real les resulta difícil imaginar que sea divertido para quienes están en el centro del misma.

Viajes que dejaron huella

Rara vez se tomaba unas vacaciones fuera de Reino Unido: viajar al extranjero significaba trabajo.

Sus giras extranjeras marcarían los cambios radicales en la relación de Gran Bretaña con los lugares que visitó: la Alemania de la posguerra en 1965; una China liberalizadora en 1986; Rusia en 1994, una vez barrido el régimen que había asesinado a sus familiares.

Un viaje a la Sudáfrica posterior al apartheid en 1995 que ella llamaría: «una de las experiencias más destacadas de mi vida». El presidente Nelson Mandela respondió: «Uno de los momentos más inolvidables de nuestra historia».

Y ninguna visita marcó y selló un cambio de relación más que su viaje a Irlanda en 2011. Ningún monarca británico había estado en el sur en un siglo.

Cuando su abuelo la visitó en 1911, la isla de Irlanda era una parte del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda. Le seguiría una revuelta violenta, la partición y la independencia.

Después de la Segunda Guerra Mundial vinieron actos de violencia contra la existencia de la frontera divisoria y luego, durante 30 terribles años, una brutal campaña terrorista en Irlanda del Norte y Gran Bretaña contra el dominio británico, con duras acciones de represión por parte del gobierno británico que polarizó la opinión en la República.

Nunca hubo un momento adecuado para una visita real, debido a la desconfianza en la estrecha franja de agua que separa Gran Bretaña e Irlanda.

Con la firma del Acuerdo del Viernes Santo y el establecimiento de una Asamblea para compartir el poder, llegó el fin del reclamo constitucional de Irlanda sobre los seis condados que conforman Irlanda del Norte.

En su visita de Estado, extendida por deseo de la reina, no hubo escapatoria a la historia.

En el Jardín del Recuerdo, en el centro del Dublín georgiano, donde se recuerda y honra a todos los que lucharon por la independencia de Irlanda, depositó una ofrenda floral y, de forma imprevista y espontánea, inclinó la cabeza ante los hombres y mujeres que habían luchado contra el dominio británico. Un momento electrizante.

En la cena, inició su discurso en gaélico, ganándose el corazón de casi todos los irlandeses. En ese discurso habló el lenguaje, si no las palabras, de la disculpa.

«Con el beneficio de la retrospectiva histórica todos podemos ver cosas que desearíamos que se hubieran hecho de manera diferente, o que no se hubieran hecho en absoluto», dijo.

Antes de la visita de Estado a Irlanda, un biógrafo escribiría que «era difícil señalar los principales logros» de su reinado. Ese juicio no se mantendría después.

Los cuatro días de palabras y acciones perfectas ayudaron a eliminar siglos de mala voluntad y desconfianza. Quizá ningún servicio mayor le brindó la reina a su corona o a su país.

La relación con los primeros ministros

Irlanda había perseguido a muchos de sus primeros ministros. El primero, Winston Churchill, había hablado de los «terroríficos campanarios de Fermanagh y Tyrone» que volvían a levantarse después de la Primera Guerra Mundial para acosar a la política británica.

Su último, Boris Johnson, lidiaría con las implicaciones de la frontera dentro de la isla y cómo cuadrar eso con la salida de Reino Unido de la Unión Europea.

Todos tuvieron el beneficio de su oído, su experiencia, su perspectiva sobre la historia británica y mundial. Su trabajo en las audiencias semanales que compartía con el primer ministro de turno no era cabildear por ninguna causa individual ni tratar de influir en un gobierno de un modo u otro. Ella estaba allí para aconsejar, animar y advertir.

Y ella estaba allí para escuchar. Todos sus primeros ministros podían estar completamente seguros de que nada de lo que le dijeran se escaparía. Así que ella era la única persona con la que podían hablar libremente y que realmente entendía la maquinaria del Estado.

Para tantos primeros ministros, tan a menudo asediados, esto también fue un alivio, un escape de cuidarse las espaldas y morderse la lengua cuando estaban con colegas y rivales.

«Se desahogan conmigo o me cuentan lo que está pasando», decía a mitad del reinado. «Si tienen algún problema, a veces uno también puede ayudar de esa manera. Creo que es… como si uno fuera una especie de esponja».

Aquí ella era demasiado autocrítica. Casi nada rompió el silencio confesional en torno a aquellas audiencias, salvo los elogios al extraordinario esfuerzo que la reina puso en su trabajo.

Las cajas rojas que contenían los documentos del Estado -en Whitehall era conocida como la Lectora No. 1- la acompañaban a todas partes, a Balmoral, de gira, en el Royal Train, incluso a bordo del Royal Yacht.

Durante tres horas al día, estimó su secretario privado a principios de los 70, leía telegramas del Foreign Office, informes de procedimientos parlamentarios, memorandos ministeriales y actas del gabinete.

Y recordaba lo que leía, a veces sorprendiendo a sus primeros ministros por su trabajo duro y su memoria. «Estaba asombrado», escribió Harold Macmillan, «por la comprensión de Su Majestad de todos los detalles enviados en mensajes y telegramas».

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El papel político de la Corona se había reducido a casi nada cuando llegó al trono. Sobrevivieron dos áreas en las que ella, como monarca, tenía voz: a quién llamar para convertir en primer ministro y formar gobierno, y cuándo podría disolverse el Parlamento.

Al principio de su reinado, antes de que los conservadores comenzaran a elegir a sus líderes, ejerció su juicio, en medio de cierta controversia, sobre a quién llamaría para formar un gobierno cuando un primer ministro conservador renunciara entre las elecciones generales.

Pero una vez que los conservadores comenzaron a elegir a sus líderes, ese juicio ya no se requería. Y a lo largo de las décadas, la idea misma de que el palacio se involucrara en tal decisión se volvió ajena a la política británica.

La conversación en torno a elecciones reñidas fue «proteger» a la Casa Real de tener que tomar decisiones políticas sobre a quién llamar para formar un gobierno si no había un ganador claro.

La reina nunca tuvo motivos para negar la disolución del Parlamento y hubiera sido un acto extraordinario hacerlo. Entendía muy bien el papel estrictamente delimitado que había heredado.

la voz política de la Corona también fue casi muda.

Mucho -demasiado, en realidad- se ha leído sobre lo que un biógrafo llama el «axioma» de que se llevaba mejor con los líderes laboristas que con sus homólogos conservadores.

A pesar de todas las dificultades sociales que pudo haber con Margaret Thatcher, la reina asistiría a su funeral, un honor que previamente solo había sido otorgado a un primer ministro: Winston Churchill.

Su creencia política personal bien puede haberse inclinado hacia el centro; alcanzó la mayoría de edad durante la creación de ese monumento en tiempos de paz a la lucha en tiempos de guerra, el Servicio Nacional de Salud, y cuando el Estado amplió sus responsabilidades por el bienestar y la educación de los ciudadanos.

Cambios sociales

La lucha de principios de los años 80 (el aumento vertiginoso del desempleo, los disturbios en las grandes ciudades, los recortes presupuestarios y la huelga de los mineros que enfrentaron a las comunidades entre sí) marcó el final de una visión de Gran Bretaña.

Una sesión informativa demasiado entusiasta de un funcionario de prensa del palacio al Sunday Times en 1986 sugirió que había descontento con la dirección de la política del gobierno y lo que él dijo que la reina vio como la corrosión del consenso político de la posguerra.

Fue un breve vistazo al pensamiento de una soberana que creía que uno de sus roles era unificar una nación cada vez más dividida y dispar.

Y dos veces intervino, con mucha cautela, en el debate sobre la independencia escocesa, una vez en un discurso en los años 70 y otra justo antes del referendo de 2014.

¿Fue esto demasiado político? Para algunos nacionalistas, sí. Pero no era de extrañar que instara a un poco de cautela a quienes se preparaban para decidir sobre la disolución de su reino.

¿Su carácter conservador impulsó la forma en que desempeñó su papel político? Quizás, hasta cierto punto. Pero el último monarca que se involucró en asuntos políticos fue su abuelo Jorge V.

Cuando ella asumió el trono, el papel político había desaparecido. Su destino institucional era ser alguien que cumpliera las órdenes de los demás. Eso ella lo había entendido desde el principio. Aquí, el destino y el carácter caminaban de la mano.

Fue esta abstinencia de cualquier controversia política como jefa de Estado y su negativa a someter a la monarquía a los vientos de la moda, lo que le permitió triunfar en el papel que le ganaría el amor y el respeto de tantos, como jefa de la nación.

Este es el gran papel no escrito de la monarquía moderna. Aquí es donde, sin la protección de la tradición y sin la preparación de los precedentes, el carácter solo impulsó su reinado.

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Su abuelo sentó las bases de una monarquía que sirvió a la nación en lugar de gobernarla, pero pasó gran parte de su tiempo ahuyentando pájaros en el cielo.

El reinado de su padre lo decidió el destino: se vio envuelto en un papel que no esperaba y vistió uniforme militar durante gran parte de su tiempo como rey.

Recompensa a la paciencia

Tras la catástrofe y las críticas de los años 90, la fortuna de la monarquía volvió a ascender.

A medida que la desilusión siguió a las grandes esperanzas de un cambio político, a medida que el cinismo se afianzaba y los líderes políticos eran ridiculizados, una reina que no generaba controversia y nunca pasaba de moda se convirtió en una figura de continuidad incorruptible para una nación sacudida por el cambio, la decepción y la división.

Esta fue la recompensa de la nación por su infinita paciencia, por su negativa a emocionarse en público, a compartir sus pensamientos, a inclinarse a la izquierda o a la derecha, a involucrarse en causas de moda o a responder a las hondas y flechas que le arrojaron a ella y a su familia por encima del hombro durante muchas décadas.

Se mantuvo al margen de todo eso no por jerarquía sino porque ella -con una anticipación que aún asombra un poco- nunca se involucró en lo superficial del día a día, en el vaivén de la vida moderna.

Comprendió que el ritmo de la monarquía -las tradiciones y ceremonias, los nacimientos, las bodas y las muertes- brindaba consuelo a quienes a veces estaban desconcertados por el desarraigo del pasado, y servía como recordatorio de que el empecinamiento de la vida era compartido en todas las clases, edad y circunstancia.

Y ella entendió que no todo en la vida nacional tenía que tener un propósito explícito, que para una nación conservadora en medio de cambios casi incesantes, la continuidad que ella representaba en persona y en el cargo tenía un valor incalculable.

Ella, que con una intuición superior a su edad, se comprometió hace tantas décadas con una vida de servicio, hizo de la monarquía depositaria de mucho de lo que la nación amaba de sí misma.

Podía hacer eso porque su carácter reflejaba mucho de lo que a los británicos les gusta pensar que es lo mejor de sí mismos: modestos, estoicos, ahorrativos, inteligentes si no intelectuales, sensatos, con los pies en la tierra, sencillos, un seco sentido del humor con una gran risa, lentos para la ira y siempre bien educados.

«Soy el último bastión de las normas», dijo una vez. No se jactaba de tener mejores modales o una etiqueta más refinada que los demás. Ella estaba explicando su papel y su vida. Era su vida y su trabajo ser la mejor de Gran Bretaña. Este fue el servicio que prestó.

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