El capitán Geoffrey Cardozo pisó por primera vez las Malvinas una vez finalizada la guerra. Como soldado inglés, con 32 años, había estado en otras zonas de combate, pero no peleó esta vez. Sin embargo, su nombre y su libreta pasaron a la historia: fue el hombre encargado de organizar el cementerio de Darwin y de registrar en su anotador todos los datos posibles de los 123 soldados argentinos que hoy yacen allí sólo bajo una cruz blanca. Gracias a esa tarea -que recayó en él casi de casualidad- mañana la Cruz Roja comienza en las islas el proceso de exhumación y localización de los soldados argentinos «sólo conocidos por Dios».
Durante los meses que duró el enfrentamiento, Cardozo trabajó en el Ministerio de Defensa en Londres, ocupándose de tareas logísticas, hasta que recibió un llamado: alguien debía ir a Malvinas y ocuparse de las secuelas del combate y, sobre todo, de mantener la disciplina de esos jóvenes soldados.
«La batalla recién había terminado y las islas estaban en muy mal estado. Hay algo en la psicología de esos que ganan y pierden que es muy fuerte y los une: ellos son los sobrevivientes. No es fácil de sobrellevar», cuenta Cardozo, ahora retirado, a LA NACION, en una conversación telefónica desde Londres, justo antes de partir a Malvinas en donde la Cruz Roja lo contactó como consejero.
Había cartas que debían ser mandadas y muchos prisioneros argentinos todavía custodiados por los ingleses, a punto de ser devueltos a sus familias. Y cuerpos. Cientos de cuerpos enterrados en zonas de combate, rodeados de minas. Cuerpos abandonados en aviones que habían caído solitarios entre los recovecos del archipiélago. Cuerpos destrozados por las bombas.
Las tumbas estaban diseminadas y eran halladas, poco a poco, por un grupo de ingenieros especializados que realizaban tareas de localización de minas. Cardozo se ocupó de ir anotando todos los puntos en los que se encontraban cadáveres. «Decía una pequeña plegaria y anotaba en la libreta», recuerda. Pasaron los meses y cuando Margaret Thatcher ofreció a Leopoldo Galtieri repatriar los cuerpos, la negativa del gobierno argentino planteó una nueva tarea: construir un cementerio y trasladarlos todos a un solo lugar. De eso se ocuparía Cardozo.
«No podía pedirles esa tarea a los hombres que acababan de terminar un combate. Eran cuerpos que llevaban enterrados varios meses», explica Cardozo. Los ingleses decidieron entonces ocupar civiles en la tarea. Por eso, voló de regreso a Londres y se entrevistó con tres casas funerarias. Los requisitos que solicitó eran pocos: necesitaba una docena de personas, mayores de 30 años -porque la tarea demandaba cierta madurez emocional-, pero de menos de 40 y en buenas condiciones físicas. Sólo una de las empresas le dijo que sí y voló con ellos a las islas. Era enero de 1983.
El grupo de expertos en cementerios, pero vírgenes en el combate, recibió uniformes y algunas lecciones de cómo subir y bajar de un helicóptero. El oficial experimentado, las propias sobre cómo organizar un cementerio. Uno a uno, apoyándose en las notas que había tomado Cardozo, los cuerpos fueron recuperados desde el aire entre la caprichosa geografía de Malvinas y llevados al lugar en donde soldados ya preparaban el sitio de entierro.
Antes de ponerlos en bolsas mortuorias y finalmente en tierra, Cardozo debía identificarlos. «Todos los soldados profesionales deben tener una chapa con su nombre colgada del cuello justamente para identificarlos, pero estos eran chicos. A muchos no les habían dado chapa», cuenta Cardozo. De todos modos, antes de enterrar los cuerpos anónimos, registró todo lo que vio en su libreta y, al lado de cada número que representaba una tumba, volcó esos datos: fotografías que llevaban, particularidades del uniforme, detalles. «No enterré ningún cuerpo sin antes haberle dado vuelta todos los bolsillos y cerciorarme de que no podía ser identificado. Miramos a cada uno de esos soldados, pero esto era posguerra: no existían registros dentales o las muestras de AND», jura. Después, hubo una ceremonia religiosa y «eso fue todo».
Cardozo dio por finalizada su tarea, pero se reencontró con ella muchos años después, ya retirado. A través de búsquedas en Internet se enteró de que gran parte de las familias de los caídos no sabían qué había ocurrido con sus hijos en Darwin: «Habíamos hecho todo para respetarlos y las familias no lo sabían, no sabían qué había pasado».
Cardozo tomó una decisión: viajaría a la Argentina para hablar con ellos, pero antes les haría llegar una copia de su informe. Por ello, en octubre de 2008, cuando un grupo de ex combatientes de Malvinas visitó a sus contrapartes inglesas para aprender de técnicas de sanación después del combate, Cardozo vio una oportunidad. El último día del encuentro, antes de bajar del taxi que compartían, el oficial inglés le entregó a Julio Aro, José Luis Capurro y José María Raschia, tres argentinos que habían estado en la guerra, un sobre de papel madera. Adentro estaba una de las tres copias de todo lo que había ido recogiendo en su libreta. Ya de regreso en el país, traductora mediante, comprendieron lo que habían recibido y fundaron «No Me Olvides», con la idea de acercar esos datos a los familiares de los caídos y, tal vez, lograr identificarlos.
Pasaron ocho años y Cardozo decidió por fin viajar a la Argentina. Así, el año pasado, sin prensa ni apoyo del gobierno de por medio, se reunió con las familias de los chicos que él había enterrado. «Quería estar con ellos y decirles qué había sido yo. Darles un cierre». Ante la pregunta de LA NACION si también fue un cierre para él, contesta: «Yo tuve mi cierre cuando dejé las Malvinas, no pensé que volvería a pensar en esto. Mi rabia surgió cuando me enteré de que había muchas familias que sufrían porque no sabían lo que había pasado. Fue un alivio cuando pude contarles». Cuando se le pregunta por el proceso de exhumación que comienza mañana, responde: «No sé si tendremos éxito, pero al menos podré mirar a los soldados a la cara y decirles: hicimos lo mejor que pudimos».