Los alemanes perdieron la guerra a causa de Hitler, Japón capituló por Hiroshima, el Pacífico fue un escenario de operaciones secundario, los bombardeos aéreos aliados doblegaron a la población alemana, Patton era brillante, Suiza mantuvo su neutralidad, los británicos respaldaron a Churchill antes y durante la contienda, los árabes querían la victoria del Tercer Reich, las Waffen SS fueron los mejores soldados, los italianos una pifia, la marina japonesa un drama… Estas son algunas de las ideas que solemos dar por sentado sobre la Segunda Guerra Mundial, que concluyó para el teatro de operaciones europeo el 8 de mayo de 1945, el viernes hará 75 años, con la rendición incondicional de Alemania (firmada el día 7 pero efectiva a partir del 8). Pues bien, podríamos decir parafraseando a Woody Allen que todo, bueno, no exageremos (los alemanes perdieron sin duda en Stalingrado, los Aliados se llevaron el gato al agua en Normandía y Goering estaba obeso), bastante, incluso mucho de lo que creíamos saber sobre esa guerra, de la que más se ha escrito y mayor cantidad de películas se han hecho, no es verdad.
Desde hace tiempo los historiadores nos advierten de que debemos revisar nuestras ideas asentadas sobre la Segunda Guerra Mundial -que, recordémoslo, no acabó en toda su extensión, hasta que Japón firmó su rendición el 2 de septiembre del mismo año-. Richard Overy, por ejemplo, hace años que señala que Stalingrado -precisamente- está sobrevalorada y que la gran batalla decisiva del frente del Este fue la de Kursk. Para estos días de conmemoración es muy reveladora y saludable una obra que tengo entre las de cabecera, Les mythes de la Seconde Guerre Mondiale (Perrin, dos volúmenes, 2017 y 2018), en la que 40 reconocidos historiadores y especialistas en historia militar mayoritariamente franceses, bajo la dirección de Jean Lopez y el prestigioso Olivier Wieviorka desmontan, en capítulos cortos y apasionantes, otras tantas afirmaciones sobre esa contienda -como las que aparecen al inicio de este texto-; afirmaciones que “tenidas como verdades dignas del Evangelio, no por ello son menos erróneas”. L’Express elogió la obra como “una saludable operación de desintoxicación histórica”.
Todos los capítulos son interesantísimos y nos hacen replantear muy saludablemente ideas preconcebidas o asimiladas durante mucho tiempo. Hay quizá -por criticar algo- demasiadas sobre cuestiones relativas a Francia (no es que nos quite el sueño a la mayoría el papel real de los ferroviarios en la Resistencia y la Liberación, aunque nos guste mucho La bataille du rail, de René Clement; y el debate sobre si sirvió el sacrificio del cuerpo expedicionario francés en Italia, pues tampoco). Pero hay entradas tan clarificadoras como la que desmonta el mito de que con la invasión de la URSS Hitler solo hizo que adelantarse a Stalin (un mito que empezó a crear la propia propaganda alemana y que ha perdurado), la que cuestiona el papel del invierno en la derrota de los nazis en Rusia o la que niega que la debacle francesa de 1940 fuera inevitable, quitando importancia a la guerra relámpago y subrayando el factor suerte en la ofensiva alemana dados los grandes riesgos que corrieron sus mandos sobre el terreno.
Me parece brillante la entrada que cuestiona que los kamikazes japoneses murieran por nada, y que firma Pierre-François Souyri, profesor de historia japonesa en la Universidad de Ginebra. Souyri afirma que el sacrificio de los pilotos -aparte de haber sido, con las estadísticas en la mano, las “unidades de ataque especial” el arma más eficaz del Japón contra los navíos estadounidenses- sirvió en última instancia para que EE UU mantuviera en el trono a Hiro Hito, temerosos los ocupantes de la oleada de ataques suicidas que podría haber provocado deponerlo y juzgarlo. De alguna manera, pues, los kamikazes, con su terrible ejemplo, salvaron al emperador. Por su parte, Jean-Luc Lelu, del CNRS, y autor de una tesis sobre el tema, desmonta el mito de los Waffen-SS como soldados de élite. Afirma que en realidad estaban mal instruidos y mal comandados. Que podían ser fanáticos, desde luego, pero sin gran valor profesional. Y que la fascinación “con olor a azufre” que provocaban (y provocan) son efecto tanto de la propaganda nazi, que se empleó a fondo con ellos -salían muchísimo más que las unidades de la Wehrmacht en los documentales y revistas y el autor nos descubre al brillante autor de los carteles de reclutamiento, Ottomar Anton (!), que despertó tantas negras vocaciones-, como de la propaganda aliada, que se creyó la del rival y toda esa iconografía de los tatuajes, las runas, los blusones de camuflaje, los nombres rimbombantes y la mística de las tropas de choque. A los militares aliados, como a todos, les fascinaba la idea del cuerpo de élite arrojado e indiferente a las bajas. Sentían complejo de inferioridad. En realidad, sintetizando, las Waffen-SS, a las que se distinguió con muchas más medallas (la mayoría de las Cruces de Caballero otorgadas), tenían tantas bajas porque eran malos soldados y sus jefes unos brutos desalmados. Eran mucho mejores las buenas formaciones regulares del Ejército.
El bazar de las armas milagrosas
Otros mitos que se desmontan son los de los submarinos, los U-Boote, y las armas milagrosas de los alemanes, las Wunderwaffen. Ni unos ni otras tenían nada que hacer para que Alemania ganara la guerra. Los sumergibles, pese a su salida en tromba, no dispusieron nunca en realidad de medios suficientes ni se les dio prioridad (y cuando entró EE UU en guerra estaban condenados). Las segundas fueron un “vasto bazar” con una mayoría que no alcanzó ni el estadio de prototipo, y el pobre aparato de producción del Reich, así como el torpe intervencionismo de los militares, hicieron imposible sacar adelante las que eran factibles. En cambio la flota imperial japonesa era muy buena, la tercera del mundo (aparte de que el Yamato pervive como el acorazado más apreciado por los modelistas, junto con el Bismarck). En cuanto a personajes, el libro le pega un viaje a Patton y desmonta la bastante ya desmontada leyenda de Rommel (incontrolable, indisciplinado, “nazi oportunista”, se le acusa de haber sabido de la Shoah sin hacer nada y de vivir en una casa confiscada a una familia judía). En cambio, niega que Montgomery estuviera sobrevalorado. Se reivindica al mariscal de la boina como uno de los grandes jefes militares de la contienda y se afirma que si no fuera por su antipatía y arrogancia y por su forma de vencer, con profesionalidad, prudencia y sin panache, se le reconocería plenamente el mérito.
Muy interesante es también el capítulo que cuestiona que Pearl Harbour fuera una gran victoria japonesa. “El humo del Arizona -uno de los dos únicos acorazados hundidos definitivamente- enmascara de hecho un éxito táctico sin consecuencia”, anota Pierre Grumberg, que recuerda que los japoneses planificaron mal, lo hicieron peor, perdieron muchos aviones y a 150 aviadores de élite, muy difíciles de reemplazar. Con el ataque a traición, además, Japón se condenaba a una lucha sin cuartel, así que Pearl Harbour sembró las semillas de su destrucción. En cuanto a la consideración general de que el Ejército italiano era pésimo, se recuerdan tanto una serie de actos heroicos como otros atroces que demuestran sus capacidades para lo mejor y lo moralmente peor. Entre los primeros, la actuación de la división Ariete en el Norte de África (bayoneta y no camioneta), el sacrificio de las divisiones alpinas Julia, Cuneense y Tridentina en 1943 en la retirada del Don para proteger a las fuerzas ítalo-alemanas, o la defensa de Pavlogrado por la 6ª de bersaglieri. En el balance siniestro, para lo que también hay que tener habilidades, la masacre de Domenikon, en Grecia, o la represión feroz en Eslovenia y Dalmacia bajo el general Roatta.
Hay que destacar también el capítulo que contradice la afirmación de que la Segunda Guerra Mundial fue un asunto de hombres, a la vista de cuáles son los nombres más frecuentemente vinculados al conflicto: Stalin, Churchill, Roosevelt, Hitler, Tojo, Mussolini, De Gaulle… Fabrice Virgili recalca que hubo mujeres en uniforme en todos los ejércitos, excepto en el japonés, y que entre los nombres de los combatientes distinguidos figuran los de mujeres rusas (las únicas en primera línea) como Marina Raskova, la aviadora al frente de tres regimientos de pilotos femeninos (las llamadas “brujas de la noche”), o la francotiradora Liudmyla Pavlychenko (308 alemanes muertos: nadie los convencería de que la guerra y la bala que los mató no tenían nombre de mujer). Sin olvidar a la piloto de caza Lidia Litvak.
También las resistentes como Germaine Tillon y verdaderos iconos de la barbarie cometida por los nazis como Anna Frank o la partisana ahorcada, mutilada y exhibida Zoïa Kosmodemiankaia, o Sophie Scholl. Asimismo, mujeres en el campo de los verdugos como las tristemente célebres guardianas de campos Ilse Koch, la bestia rubia de Buchenwald, o Irma Grese, la Hiena de Auschwitz. Por tantas cosas la Segunda Guerra Mundial fue una historia de mujeres: las violaciones, las Trümmerfrauen (las mujeres de las ruinas de las ciudades alemanes bombardeadas), las deportadas, las “colaboracionistas horizontales”, las corresponsales de guerra y fotógrafas, las valientes espías…