Un informe de Amnistía Internacional denuncia las atrocidades que viven los habitantes de las zonas controladas por Boko Haram sin el apoyo gubernamental y con programas de rehabilitación cuestionables financiados incluso por la UE
E.G. acababa de comenzar la secundaria cuando fue secuestrada por Boko Haram en su aldea, Gulak, en el este de Nigeria. En los cuatro años que pasó cautiva en el bosque de Sambisa, entre 2014 y 2018, no recibió más formación que la lectura del Corán tres veces al día y fue obligada a casarse con un miembro del grupo terrorista al que no conocía, con el que tuvo dos hijos.
Hoy, con 17 años, recuerda las brutalidades sufridas y las que presenció. «Mi marido era perverso y siempre me pegaba, diciendo que no estudiaba el Corán. (…) Fue una experiencia terrible. Fui testigo de diferentes castigos, desde disparar hasta apedrear y azotar. Una vez presencié la lapidación de un miembro de Boko Haram acusado de violación. Lo enterraron en una tumba, dejando solo su cabeza y luego lo apedrearon hasta que murió. En otra ocasión, vi cómo azotaron 80 veces a un hombre, tenía la espalda ensangrentada». Hasta que un día comenzó a planear con otras mujeres cómo escapar. De las 10 que lo intentaron, tres fueron atrapadas. E.G. lo consiguió, con su pequeño de dos años a su espalda y la bebé de cuatro meses en sus brazos.
Este es uno de los 234 relatos de mujeres, hombres y niños en el noreste de Nigeria que ha recabado Amnistía Internacional entre noviembre de 2019 y abril de 2020. Todos ellos describen la barbarie ejercida por Boko Haram, sobre todo contra los menores, convirtiendo en soldados a los niños y en esposas a las niñas. Y son miles. En 2017, la ONU estimó que este grupo armado había reclutado hasta entonces al menos a 8.000 pequeños, muchos a través del secuestro. Y esta práctica no ha cesado. Toda una «generación perdida» a la que las autoridades tampoco prestan el apoyo psicosocial y educativo que necesita, denuncia el informe Secamos nuestras lágrimas: el coste para la infancia del conflicto en el noreste de Nigeria, que la ONG ha publicado este miércoles.
Además de los secuestros a gran escala, como el de las 276 niñas de Chibok que desató una ola de solidaridad internacional, Amnistía Internacional pone el foco en abducciones individuales que suceden de forma «más cotidiana». En su informe, la organización documenta decenas de ellas, entre un sinfín de violaciones de los derechos humanos; 91 páginas repletas de relatos en primera persona plagados de latigazos, golpes, violaciones, dolor y violencia.
Escapar del grupo no les asegura a las víctimas un futuro prometedor. «Los que logran huir, acaban luchando por sobrevivir en campos de desplazados sin acceso a la educación; y, en el peor de los casos, son detenidos y recluidos durante meses, e incluso años, en pésimas condiciones», explica Olatz Cacho, experta en África de Amnistía Internacional España.
«Tan pronto como los niños puedan escapar del área de conflicto directo, deben volver a conectarse con lo que fue su infancia. Necesitan jugar, reír y reunirse con sus amigos; volver a la escuela. Deben estar en un entorno seguro donde puedan confiar en los adultos y sentirse amados y respetados. Sus necesidades básicas, como alimentos, agua y vivienda, deben satisfacerse para reducir el riesgo de explotación o violencia», sugiere Severine Courtiol Eguiluz, miembro de Médicos sin Fronteras en Nigeria, en un relato publicado en 2019 por la ONG que cuenta con programas humanitarios en la región. Sin embargo, lo que encuentran la mayoría de los críos tras el horror es más horror.
H. G. acabó en el campo de desplazados de Bama, donde recibió atención médica y alimentos —insuficientes, según su testimonio—, para subsistir. «No tenía apoyo ni asesoramiento psicosocial». Después de cuatro años de cautiverio y cuatro meses refugiada, su padre no la reconoció cuando fue a buscarla para llevarla de vuelta a su hogar, en Madagali. «Una semana después, una organización cristiana nos llevó a Jos durante tres días. Oraron por nosotros. Nos preguntaron sobre nuestras vivencias con Boko Haram y nos dijeron que no permitiéramos que esas experiencias definieran nuestras vidas. Nos dijeron, a las que teníamos hijos, que los amásemos y que no descargásemos nuestras frustraciones sobre ellos. Después de aquello, no ha habido otro apoyo, ya sea del gobierno o de las ONG», relata la joven, que aún sueña con volver a estudiar mientras escucha los disparos cuando los terroristas atacan las aldeas vecinas. «Mis padres no pueden enviarme a la escuela porque no tienen dinero. La mayor ayuda para mí sería ir al colegio».