El esposo de Isabell II, que se retiró de la actividad pública en 2017, celebra su aniversario junto a la reina, recluidos ambos en Windsor
Tiene algo de alivio para la Casa de Windsor que el estallido de las protestas del Black Lives Matter (la vida de los negros importan) por todo el Reino Unido haya pillado a Felipe de Edimburgo retirado de la actividad pública desde hace tres años y confinado en el castillo de Windsor desde abril. Entre las decenas de exabruptos y comentarios salidos de tono del esposo de Isabel II, constantemente celebrados por la prensa británica más conservadora, abundan los de corte racista. “¿Todavía os seguís arrojando flechas entre vosotros?”, le preguntó a un empresario aborigen en su visita oficial a Australia en 2002.
Este miércoles cumple 99 años uno de los personajes más complejos en su recorrido, más simple en su cometido y más imprescindible en su constancia de la historia reciente del Reino Unido. No habrá celebración para Philip Mountbatten. Tampoco la hubiera deseado. El duque de Edimburgo es en sí mismo una contradicción, que rechaza las costumbres de una aristocracia provinciana y pacata y defiende a la vez con fanatismo la jerarquía del poder, el peso de las instituciones y la importancia de los ritos. Isabel y Felipe disfrutarán de otro almuerzo íntimo, otro más de los muchos que han compartido en estos meses de confinamiento, que han servido para que volvieran a compartir techo después de muchos años de vidas separadas. Como mucho, incorporarán por videoconferencia a la velada a su hijo y heredero, el príncipe Carlos de Inglaterra, y a los nietos Guillermo y Enrique, gracias a nuevas tecnologías que la reina ha abrazado. A regañadientes, pero con el tesón que siempre ha mostrado para hacer lo que convenía a cada momento. No se tiene constancia de que Felipe de Edimburgo se haya entusiasmado con las posibilidades del mundo digital. Sus últimos años en Sandringham, desde que anunció su paso atrás de la escena oficial, los ha dedicado a la lectura y a la pintura. La penúltima “gamberrada” que protagonizó ni siquiera tuvo el toque rebelde que vistió toda su vida, porque pudo haber acabado en desgracia. A los 97 años se empeñó en seguir conduciendo y un rayo de sol traicionero estampó su Land Rover contra otro vehículo en un cruce de carretera comarcal. La mujer que sufrió el impacto acabó con un brazo roto, pero mantuvo la conciencia y fue capaz de ver a un anciano desorientado y confundido que a duras penas podía salir de su vehículo. “Después del accidente me sentí muy alterado, pero me alivió enormemente saber que ninguno de ustedes había resultado herido. Luego me he enterado de que usted se rompió el brazo. Lamento profundamente esa lesión”, escribió Felipe unos días después a la víctima de su imprudencia.
Felipe de Edimburgo, en uno de sus últimos actos antes de retirarse de la vida pública, en el palacio de Buckingham en 2017.
Felipe de Edimburgo, en uno de sus últimos actos antes de retirarse de la vida pública, en el palacio de Buckingham en 2017.HANNAH MCKAY / AP
“Mi esposo ha sido mi fuerza y mi reposo durante todos estos años, y tanto yo como toda su familia, tanto este país como otros muchos, tenemos con él una deuda mayor de la que nunca nos reclamará o de la que nunca sabremos”, dijo Isabel de Felipe en 1997, durante la celebración del 50º aniversario de su matrimonio. Esa ha sido la leyenda sostenida por los monárquicos durante décadas, en la que se retrata al duque de Edimburgo como el ancla y el timón de una familia con irremediable tendencia a la autodestrucción. La prensa más tradicionalista señala su papel fundamental en apoyar al heredero Carlos y dirigir a la reina hacia posiciones de firmeza respecto al príncipe Andrés (retirado de la vida pública por su turbia relación con el millonario y pedófilo estadounidense, Jeffrey Epstein) y respecto al matrimonio de Enrique y Meghan Markle, despojados de títulos, renta y papel en la familia real. La realidad, y su posterior relato, han rebajado sin embargo la verdadera influencia del patriarca y su templanza cuando debía hacer frente a personalidades de carácter tan acentuado como el suyo. Su carta a Diana Spencer exigiéndole que “ayudara a mantener la dignidad de la Corona”, cuando comenzó a ser de dominio público el fracaso de su matrimonio y su nueva vida amorosa, recibió una respuesta de tono similar que le puso en su sitio. Lady Di le recordó su papel esencial como madre de los dos herederos, Guillermo y Enrique, e insinuó de modo poco velado que estaba a punto de dejar al príncipe Carlos. El duque de Edimburgo comprendió enseguida que estaba obligado a tratarla con mayor respeto.
El príncipe Felipe fue hospitalizado por sorpresa el pasado diciembre, por complicaciones de una “condición médica preexistente”, y la noticia no pasó de un susto que mantuvo agitada a la prensa británica durante unas horas. Fue en cualquier caso un recordatorio de que, si el consorte está ya a punto de alcanzar un siglo de vida, su esposa y reina (94 años) le sigue de cerca. El hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, nacido en una mesa de cocina en la isla de Corfú y exiliado a los 18 meses, educado en Inglaterra y Escocia por la beneficencia de familiares y amigos y convencido de su fortaleza de líder, ha mantenido hasta el final una enigmática coraza de carácter. “La familia se rompió… y no me quedó más remedio que tirar adelante. Es lo que se hace en estos casos. Es lo que uno hace”, dijo en cierta ocasión al referirse a su trayectoria vital errante. Usaba ya esa forma mayestática al referirse a uno mismo tan propia de la aristocracia británica, que borra a la persona y resalta su papel en la trama. El de Felipe de Edimburgo, comparado por sus hagiógrafos hasta con James Bond (también él fue comandante de Marina), ha sido durante casi cien años permanecer “al servicio de su majestad”.