ubén de Carli es un biólogo de 40 años que estaba tramitando la ciudadanía italiana para irse a estudiar a Europa cuando una exigencia burocrática -necesitaba la copia certificada de su acta de nacimiento- destapó uno de los episodios más curiosos de la geopolítica argentina: el de los ocho niños nacidos en la Antártida a fines de los setentas.
De Carli es uno de ellos, nació en la Base Esperanza el 21 de septiembre de 1979, pero no lograba dar con el documento. «Llamé al Comando Antártico, al ministerio de Defensa y hasta a la Base Esperanza, pero el libro no aparecía por ningún lado», dice. Al final se comunicó con el Registro Civil de Tierra del Fuego, bajo cuya jurisdicción está el sector de la Antártida reclamado por la Argentina, y descubrieron que el libro se había quemado en un incendio. A De Carli le reconstruyeron el acta y el organismo lanzó una convocatoria para encontrar a los ex niños antárticos. «Habilitamos un libro especial para reconstruir esas actas», informa Lucía Foressi, subdirectora del Registro Civil fueguino.
El nacimiento de los ocho niños antárticos fue parte de la política de reclamo sobre el territorio antártico ejecutada por la última dictadura militar. La idea era que tener ciudadanos nacidos en el continente consolidaba la posición del país en una futura mesa de negociación. De hecho, hay un argentino, Emilio Marcos Palma, que tiene el extraño privilegio de ser el primer ser humano nacido en la Antártida. Nació el 7 de enero de 1978. Chile también hizo algo parecido.
Aislada
Aislada del resto de los continentes por un mar embravecido y el más inhóspito de los climas, la Antártida no fue parte de las corrientes migratorias y solo recibió habitantes en misiones científicas y militares financiados por diferentes países. Aunque hubo algunos intentos de explotar sus recursos naturales, ninguno prosperó y los países con presencia en el continente, incluyendo la Argentina, firmaron en 1959 un Tratado Antártico por el que se congelan todos los reclamos de soberanía. La Argentina ubica uno de sus sectores en los mapas oficiales como parte de su territorio, pero el tratado impide abrir esa discusión y el país no tiene una jurisdicción real en la zona.
Sin embargo, la soberanía antártica siempre estuvo en el ideario de los militares argentinos. En su segunda presidencia, Juan Domingo Perón impulsó los planes de Hernán Pujato, un militar que fundó las primeras bases del país en el continente. El golpe de Estado de 1955 lo encontró en una de sus misiones en el continente y, acusado de propagandista del régimen, tuvo un regreso sin gloria. El plan colonizador cobró nuevo impulso con la última dictadura y allí nació la idea de hacer nacer argentinos en el continente. Fue parte de las acciones de la Argentina para fortalecer el reclamo de soberanía, explica el historiador Pablo Fontana, jefe del área de Ciencias Sociales del Instituto Antártico.
¿Cómo es criarse en la Antártida? «Es un orgullo que llevo con humildad», dice Silvina Arnouil, una de las niñas antárticas. Su padre, Oscar, era cabo de la Fuerza Aérea y su madre, Silvia de Luca, dejó su trabajo de secretaria para acompañarlo en su destino en la Base Esperanza. Llegaron a inicios del 1978 y ella nació el 14 de enero de 1980.
Concebida en la Antártida
«Yo fui concebida en la Antártida», dice Silvina para distinguir su caso. En la mayoría de los otros nacimientos la madre ya estaba embarazada cuando llegó al continente y el parto antártico fue una clara estrategia de los mandos militares para sostener el reclamo territorial.
La historia de las familias antárticas tiene un apellido insignia: Carro. Ignacio Carro es uno de los próceres argentinos de la exploración en el territorio -hizo nueve campañas- y contagió la pasión a sus cuatro hijos. En el verano de 1978 vacacionaban en Miramar, como todos los años, cuando Carro les anunció que en 15 días partían para la Base Esperanza, donde se quedarían un año.
«Estábamos fascinados, por fin íbamos a conocer el lugar mítico de los cuentos de papá», recuerda María Carro, que tenía 12 años y abandonó sus compañeras del colegio porteño Corazón de Jesús para instalarse con sus tres hermanos -uno de ellos, Ignacio, es su mellizo- y su madre en la Base Esperanza.
El viaje fue en un Hércules hasta Ushuaia y de ahí en un barco que fue sometido a un vendaval de viento y olas en el mítico Pasaje de Drake, uno de los mares más hostiles del mundo. Una de las embarazadas que viajaba para dar a luz en la Antártida se descompuso y sobrevivió amarrada a una hamaca paraguaya.
Eran ocho familias distribuidas en cuatro casas y se quedaron desde febrero de 1978 hasta enero de 1979. Diez niños distribuidos en un par de cursos estudiaban con tres maestras y aprovechaban las ventanas de buen clima para esquiar, lanzarse en trineo o ir en la moto de nieve hasta un glaciar. Cuando había tormenta tocaban la guitarra o miraban un par de películas en Super 8. Se enteraron por radio que la Argentina había ganado el Mundial de fútbol y salieron a festejar a los gritos en medio de la noche polar.
El plan preferido de María era alimentar a los 23 perros que había en la base. Eran de la raza perro polar argentino, creada para soportar los rigores del clima, y se extinguieron cuando se prohibió su ingreso al continente. Dormían acurrucados afuera, atados con una cadena y salían del letargo cuando escuchaban el chiflido de María. Su preferido se llamaba Tortuga. María publicará en un par de meses un libro basado en su días antárticos. Se llamará La niña del desierto blanco.
La experiencia transformó a la familia. Su mellizo Ignacio siguió la carrera militar, es montañista e integró la primera expedición argentina al Polo Norte. «Me gusta la aventura y la montaña», admite. Ignacio también es abogado y entiende la lógica detrás de la presencia de familias como la suya en el continente. «En la Antártida lo que vale son los hechos. Lo que hiciste y lo que tenés», explica.
El marido de María, Sergio Pietrafesa, también es un coronel retirado del Ejército e hizo varias campañas antárticas. En una de ellas, en 2007, fue con María y sus tres hijas. Las comunicaciones eran más fáciles que tres décadas atrás, pero la experiencia igual fue potente. «La inmensidad de la noche polar te apabulla -dice María-, parece que se te viene encima y te da miedo. Es conmovedora.»