Experiencia Sahara: dos días en el desierto

Desde Merzouga, un recorrido en 4×4 y camellos por las dunas más altas del mundo, para visitar comunidades nómades, disfrutar del atardecer y descansar en haimas bajo un cielo protector,por la ciudad. La Medina exige paciencia y sentido de la orientación, pero es una experiencia imperdible

Después de varias horas arriba de una 4×4, la sensación de dar vueltas en círculos es inevitable. Siempre hacia el mismo horizonte que, a medida que avanzamos, resulta imposible alcanzar. El paisaje se divide con un surco bien profundo que separa el celeste cielo del dorado arena. El desierto es infinito.
Nos dirigimos hacia Merzouga, pueblo en el sureste de Marruecos conocido como la Puerta del Desierto, a los pies de las dunas que dan paso al Sahara. Durante los 270 kilómetros que recorremos, el desierto va mutando: de la meseta árida y rocosa a las cadenas de montañas arenosas.

De vez en cuando, algún viajero dice algo y el eco nos recuerda lo solos que estamos. «Vivir en el desierto es lo mejor. La gente vive sin estar estresada. Nosotros nos acostumbramos a esto, las ciudades nos agobian», dice Zaid, nuestro guía y chofer, mientras surfea por dunas de cien metros de altura. Viste una túnica marrón oscuro y un turbante claro protege su cabeza del frío y del viento en invierno.

«¿Cómo fue crecer en el desierto?», le pregunto.

«Al principio fue duro, pero después uno se acostumbra y es lo normal», me responde Zaid. A pesar de exhibir un par de viajes a Europa en su perfil de Facebook, aprendió español, inglés, catalán, francés e italiano ahí mismo, en el Sahara. De niño les mostraba a los turistas que, en lugares como éste, un humano es más útil que un GPS. «Les indicaba el camino y, a cambio, recibía monedas o algún caramelo. El desafío era hacerme entender con cualquier turista que anduviese por la zona», agrega Zaid.

Luego del recorrido en 4×4, llega el momento de retroceder en el tiempo. Los camellos nos esperan en fila, atados uno detrás del otro, recostados en la arena. Algunos tienen cara de agotados y otros, de que morirían en el intento de subir a una persona más en su lomo. «Ese se llama Jimi y aquel otro, Hendrix», dice uno de los camelleros. Luego, Zaid admite que los camellos no tienen nombre y que esa anécdota viene incluida en el precio del tour. Los 40 minutos de paseo sobre las jorobas parecen interminables: el andar cansino de los animales, su esfuerzo por mantener el equilibrio en cada bajada y subida y el paisaje uniforme nos hacen sentir lo eterno que puede ser un minuto.

Dejamos descansar a los camellos y nos disponemos a escalar una de las dunas de 200 metros para apreciar un atardecer único. Los primeros tramos no son difíciles. Pero, a medida que el impulso de la corrida se agota, el ascenso es cada vez más duro. Una, dos, tres veces, y todo el esfuerzo hecho se derrumba, como la arena bajo nuestros pies. Gracias a la ayuda de Zaid, que desde arriba nos ofrece su turbante como cuerda para escalar, llegamos a la cima. Sentados, con el pecho agitado por el esfuerzo, con las manos calientes de tanto amasar arena, el tiempo vuelve a detenerse.

El sol quema el horizonte y baña las dunas de brillo, sus rayos atraviesan las pocas nubes en el cielo, acentuando su forma. «De los sucesos inevitables, los atardeceres son los más lindos», escribo en mi mente cuando el sol ya desaparece. Entonces entiendo que existe algo sobrenatural en este mundo. Algo que, paradójicamente, llamamos Naturaleza.

Una noche única

Campamento, fogata e historias, en la noche del desierto
Campamento, fogata e historias, en la noche del desierto. Foto: AFP

Nos disponemos a terminar el recorrido hasta nuestro refugio nocturno. Elegimos dormir en haimas, tiendas hechas con cañas y recubiertas con telas y tapices de colores, tejidos por las mujeres de la zona. Son piezas únicas, todas con patrones diferentes que las propias tejedoras dibujan.

Todas las haimas tienen agua tibia y electricidad. Hay de diferentes tamaños y precios, nosotros optamos por la más económica que cuenta con espacio suficiente para dos camas y un baño con ducha. «Quisiera que me trajeras una tienda tan ligera que un solo hombre pudiera transportarla en la palma de su mano y lo suficientemente grande para que cupiera en ella, mi corte, mi ejército y el campamento», pidió el Sultán de la India a su hijo Ahmed en el relato Las mil y una noches.

Por un camino de alfombras, el sector de las tiendas se une con el comedor, también de cañas y tapices, donde hay cuatro mesas con sillas. Cuando nos sentamos a comer, lo primero que nos sirven es té, con una tetera de acero inoxidable, en vasitos de vidrio con ribetes dorados. El plato principal consiste en cuscús con verduras cocidas y pollo; de postre, mandarinas y manzanas, frutas comunes durante el invierno.

El desierto de noche es tan impresionante como de día. Como no hay luna, la oscuridad es aún más profunda. Los guías encenden la fogata y nos invitan a acercarnos al calor del fuego. Como cualquier noche de invierno en el desierto, la temperatura no pasa de los 10° y se hace difícil no caer en la tentación de refugiarse en los acolchados de las camas, prolijamente preparadas dentro de cada haima. Durante el verano marroquí, en cambio, las temperaturas nocturnas alcanzan los 24° y se puede optar por dormir directamente bajo las estrellas.

Ya en ronda, los lugareños dan una clase magistral sobre la tbila, tambor doble hecho de arcilla y piel. La parte superior del instrumento se cubre con un parche -muy al estilo de nuestro bombo legüero- dibujado con tinta azul. El símbolo que lo decora es la letra z del alfabeto amazigh, lengua bereber e idioma oficial de Marruecos; representa a los «hombres libres» y se puede ver en varias construcciones de los alrededores.

Un lugar detenido en el tiempo

En el recorrido de 270 km, el desierto muta, de la meseta árida a las cadenas montañosas de arena
En el recorrido de 270 km, el desierto muta, de la meseta árida a las cadenas montañosas de arena.

Luego de observar un hermoso amanecer, nos disponemos a seguir camino por el desierto. Nuestra próxima parada es Ramlia, el pueblo donde nació Zaid.

Este pequeño asentamiento marroquí en el medio de la nada, se ubica en el suresde del Sahara, junto a la frontera con Argelia. Un oasis, para los turistas, un lugar de pertenencia para Zaid y su familia. Una pastelería, un restaurante, un albergue y un par de casas es todo lo que se distingue entre las diferentes construcciones de adobe. En el lugar viven unas 31 familias de forma estable y otras 10 seminómades. Todos pertenecen a la tribu amazigh de «Ait Atta», la más numerosa de Marruecos. La mayoría de sus integrantes se dedica al pastoreo de dromedarios y cabras, a la agricultura básica y a algunas actividades relacionadas con el turismo.

Los primeros nómades del lugar, crearon la tergua o canal de riego que actualmente abastece a toda la comunidad. Zaid nos muestra con orgullo la gran sofisticación del sistema. El lado izquierdo de Ramlia es un pulmón verde: palmeras, dátiles, plantas de pimientos, tomates, lechuga, cebollas y demás vegetales, abastecen a toda la comunidad.

La única escuela de Ramlia tiene apenas 50 m2 y cuenta con un total de 22 alumnos. Al terminar la etapa educacional básica, las familias que pueden, mandan a sus hijos al instituto de Rissani -a 120 kilómetros de Ramlia- pero la mayoría se queda, ayudando en las tareas domésticas.

«Él es Moha, mi sobrino», dice Zaid y un pequeño de unos 4 años se acerca. Junto con él, un grupo de niños nos regalan unas plantitas como muestra de hospitalidad por haber visitado el inhóspito Ramlia. Un tallo pelado y verde, incrustado en un vasito de plástico permite un intercambio imposible con palabras. Una de las niñas, de unos 5 años, corre hacia nosotros con las manos cerradas, escondiendo algo. Se para frente del grupo y cuando las abre una pequeña rata empieza a correr por la arena. Con la misma velocidad y habilidad, la atrapa y vuelve a esconderla. Al ver nuestra reacción y los gritos de muchos, repite varias veces el chiste. Luego Zaid nos explicaría que, las ratas, son el juguete preferido de los niños del Sahara.

Gran parte de la historia del desierto gira en torno a mitos y leyendas transmitidas de manera oral, a lo largo de los siglos. La vida allí es casi en su totalidad nómade y sus habitantes viven de acuerdo a los antojos de la naturaleza. Una de las leyendas populares de la zona cuenta que, mientras los habitantes de Merzouga se encontraban celebrando, se negaron a dar refugio a una mujer y sus hijos, que habían llegado extenuados por la bravura del calor del Sahara. Al no recibir ni agua ni refugio, los tres murieron y una colérica tormenta de arena cubrió por completo al pueblo y sus habitantes. Un castigo divino dio así origen a las enormes dunas que hoy forman el desierto más grande del mundo, del cual comenzamos a despedirnos.

Arriba de las 4×4 de nuevo, emprendemos nuestro camino de vuelta hacia el continente europeo. «Un sueño más cumplido», anoto en mi mente.

Datos útiles

Tour de cuatro días por Marruecos (dos noches en el desierto y tour por Fez): 700 EU por persona aproximadamente. Por consultas y más opciones de paquetes:www.ramliatours.com o ramliatours@gmail.com