La medalla de plata y sus ocho días mágicos en Río 2016 lo sitúan ante una nueva oportunidad en su carrera
RÍO DE JANEIRO – Del cuello de Juan Martín Del Potro cuelgan ya tres medallas. Dos son olímpicas, de bronce y de plata. La tercera, aunque invisible y no se la haya dado el COI, es de oro, y por lo tanto la más importante: la tiene por haber vuelto de una situación desesperada y desesperante, por creer cuando la mayoría -y por momentos él mismo- ya no creía.
A lo largo de toda su carrera, Del Potro hizo dos cosas con gran consistencia: ganar hasta convertirse en una de las grandes figuras del tenis fue una. Llorar fue la otra.
El gigante de Tandil es, quizás, el más emotivo de nuestros deportistas. Confesó en Río que lloró todas las noches en sus ocho días mágicos del tenis olímpico, contó hace cuatro años que lloró hasta las cuatro de la madrugada cuando Roger Federer lo privó de la lucha por el oro en Londres 2012 y lloró antes y después de series de Copa Davis, de grandes títulos o, simplemente, durante sus peores momentos, durante las largas etapas de absoluta incertidumbre que le tocó vivir. Lloró anoche y en el llanto lo acompañó Andy Murray. Que alguien se ría de los hombres que lloran. Nada más noble que demostrar los sentimientos.
Alcanza un dato para explicar por qué Del Potro tiene derecho a llorar, reir o lo que quiera: de los últimos cinco años estuvo dos y medio sin jugar. Que alguien que atravesó eso haya disputado hoy el oro olímpico quitándose del camino a Novak Djokovic, Rafael Nadal y llevando al límite a Murray es. para el asombro. Y lo habilita a mostrar esa sensibilidad, esas emociones a flor de piel que marcaron su carrera. Desde la señal de la cruz mirando al cielo para recordar a su hermana hasta aquel video de hace poco más de un año, 15 de junio de 2015, en el que se lo veía aferrar un almohadón gris y largar frases plenas de desesperanza. «No quiero pelearme con el tenis, no quiero llegar a odiar este deporte» fue una; «Busqué recuperarme a mí mismo como persona y dejar un poco de lado al tenista o al jugador», otra. Y estremecía, apenaba, el deseo del final: «Empezar a ser feliz, tener un cuerpo sano y estar contento, con o sin la raqueta».
Todo eso es pasado. Del Potro habla y el tema ya no es la muñeca ni las operaciones. Toda la prensa internacional en Río celebra su regreso, las grandes firmas del tenis dan por hecho que está de vuelta en el gran escenario y Murray se admira del filoso slice de su revés. La muñeca, el almohadón apretado y las lágrimas de tristeza quedaron atrás. Del Potro tiene a los 27 años lo que a muchos se les niega: una nueva, flamante, luminosa y esperanzadora segunda oportunidad.
Puede resetear su carrera y entender algo que comenzó a advertir durante todos estos días en Río: hay mucha gente que lo quiere. O, dicho se otra forma: se lo quiere mucho.El fenómeno que genera Del Potro entre los argentinos -lo mismo sucede afuera- es llamativo. ¿Tendrá que ver con su pinta de gigante bonachón, con su andar pausado, con un tenis que no se parece al de ningún otro jugador del circuito? Algo de todo eso, y alguna cosa más, hay. Con la tranquilidad, entonces, de que no hay fantasmas, de que vuelve a tener servida en bandeja la desaprovechada oportunidad que hace ocho años le dio hace ocho años David Nalbandian de convertirse en ídolo masivo del deporte argentino, Del Potro haría mal en volver a aislarse, en sospechar de todo y de todos. El tesoro que tiene en sus manos es único, es uno de los grandes deportistas del mundo y el deseo general es que le vaya bien. Sí, hay gente que lo llama «pecho frío». ¿Seguirán ahí tras lo visto? Y en todo caso, ¿importa realmente?
Referencia absoluta del tenis argentino, Del Potro tiene su destino y el de todo un deporte en sus manos. Hubo otros antes de él con ese poder, pero él podría ser el primero en aprovecharlo para bien. Cumplir con la definición de líder, que es aquel que da lo mejor de sí mismo y obtiene lo mejor de todos aquellos que lo rodean. Colgarse, sin discusión, ese oro invisible