Una miniserie de televisión en nueve capítulos vuelve a instalar, en este inicio de año, el nombre y la figura de Gianni Versace bajo el foco de la actualidad, a veintiún años de su muerte violenta. Una mañana de julio de 1997, Andrew Cunanan, quien venía de cometer cuatro crímenes en tres meses, disparó un tiro inexorable a la cabeza del célebre modisto italiano, quien, en ese momento, entraba, solo, con sus diarios europeos recién comprados bajo el brazo, a su villa, la Casa Casuarina, sobre el concurrido paseo marítimo de Ocean Drive, en Miami Beach.
Quedaba truncada así, abruptamente, por un acto sangriento, la curva en ascenso constante de una figura que con su estética provocativa y desinhibida y su gusto de lo espectacular había aportado a la moda lo que ésta más necesita para seguir existiendo: el sacudón de lo nuevo y los elementos de una transformación.
Versace había encarnado el glamour en todas sus facetas. Por un lado, lo producía a raudales con sus colecciones de prendas, llamativas, atrevidas, irrespetuosas del gusto reputado y, por todo ello, también seductoras, y por otro lado, vivía en medio de un lujo para el que valen esos mismos adjetivos, con celebridades pop como Elton John, Madonna, Prince y la Princesa Diana, entre tantos otros, por amigxs.
A causa de esa brillante aureola de triunfo mundano, la noticia del crimen pareció irreal, absurda, una ficción improbable, en total incongruencia con la cadena de aspiraciones satisfechas y de imágenes radiantes que parecían haber sido los últimos veinte años y más de la vida del modisto italiano. De esa vida, El asesinato de Gianni Versace no cuenta sino lo estricto necesario. La preminencia de su nombre en el título no es más que un obvio efecto publicitario. El verdadero protagonista es Andrew Cunanan, el asesino, no su víctima final, áquel que de rebote le aseguró su siniestra fama póstuma.
La familia Versace, con Donatella, la célebre hermana rubia, a la cabeza, hartos de emprender juicios, se contentó con informar, en un comunicado discreto, que ellos ni autorizaron ni participaron del proyecto, tal como tampoco habían hecho respecto del libro que sirvió en parte de base al guión, Vulgar Favours, de Maureen Orth, publicado en 1999. En esta ocasión vuelven también a pedir que la serie sea vista y evaluada como una obra de ficción. Además que la memoria del hermano y tío, defienden un patrimonio. La casa Versace es otra más de las aziende de moda creada y mantenida a lo largo de los decenios dentro de la misma familia, como Prada (1921), Fendi (1925), Missoni (1953) o aún Armani, la empresa del eterno rival, que se les anticipó de tres años (1975).
En los años setenta, instalado en Milán, Gianni Versace (Reggio di Calabria, 1946) entró en la industria dibujando para los grupos empresarios italianos, que contrataban numerosos jóvenes stilisti para sus diversas colecciones. Versace había capturado el espíritu de chic accesible del pret-à-porter de la época. En los archivos de sus colaboraciones vuelvo a ver una cierta soltura habillée -pantalones en cantidad, contrastes cool entre flou y sastrería en conjuntos de dos piezas- que revela su toque personal. La prensa italiana sacó del anonimato industrial a estos estilistas talentosos y comenzó así una etapa brillante y una aventura internacional exitosísima para la moda local, con Milán -y no ya Florencia- como epicentro.
Su golpe de efecto fue, por entonces, una secuencia de piezas en cuero negro para la marca Complice, pantalones y chaquetas llevadxs con botas altas, que, a pesar de su contundencia, no dejaban prever los chispazos, llamaradas y destellos de lo que sería el estilo Versace.
Cuando finalmente el estilo Versace se hizo ver -no había modo de no verlo-, las reacciones fueron encendidas, tanto a favor como en contra. O se lo aplaudía por nuevo, desinhibido, sexy, joven, divertido, alegre (todo eso era, decididamente) o se lo condenaba por vulgar -lo cual podía aplicársele también, ya que su ropa tomaba como referencias a la cultura popular de lxs jóvenes, la pop, el rock, los cómics- y a la mixtura social de las grandes ciudades, espacios ambos en los que la distinción no era, ni es, el valor guía.
Pero, justamente, la distinción, la elegancia y la mesura tradicionales comenzaban ya por entonces a parecer vetustas. En París, en la burbuja de la moda, nada peor podía decirse de una prenda, de un look, de una decoración que: Ça fait bourgeois!Entendiendo lo burgués, con sus restricciones y mandatos, como sinónimo de falta de imaginación. Lo que es seguro es que Versace rompió con la noción de buen gusto imprescindible, y empujó a la moda italiana al extremo opuesto del buen chic milanés y moderno de Giorgio Armani. Claro que lo hizo conociendo al dedillo los preceptos del chic y empleándolos a su modo.
La prensa, tan dividida como el resto de la humanidad en cuanto a las virtudes y defectos del nuevo fenómeno italiano, terminó volcándose entera a su favor y rendida a sus pies, empujada por la ola de popularidad que Versace había levantado. Y, es justo señalarlo, por la personalidad del propio Gianni, que poseía una cualidad rara entre la gente de la moda: la simpatía indiscriminada hacia sus congéneres. Hacia 1985 ya estaba entre los nombres más notables de la nueva generación de modistos reconocidos.
En los años ochenta y noventa, los desfiles, las publicidades y las vidrieras de las boutiques de Gianni Versace fueron los escenarios rutilantes del triunfo de una visión que, por su perfil gráfico impactante, como el de un cartoon, y su evidente potencial erótico difería del resto de la moda establecida. Tras su muerte, la influencia de esa visión se hizo rápidamente evidente, como puede verse en las modas de creadores jóvenes que marcan la época, como Riccardo Tisci (43), Olivier Rousteing (32), Fausto Puglisi.(41), Anthony Vaccarelo (35). Basta un listado de los signos del estilo Versace para confirmarlo, ya que cada ítem forma parte del lenguaje de la moda actual.
Versace no practicaba revivals, pero sí recuperaba los elementos tradicionales para desviarlos hacia su propio universo visual. Recurría al saber de la sastrería italiana para obtener prendas impecables cuyas proporciones acentuaban, hasta exagerarlo, el ideal de un cuerpo moderno y, punto esencial, deseable. Peor: el corte y la construcción eran la clave de su trabajo. De confección impecable, las minifaldas casi absurdamente breves que él afeccionaba daban a sus supermodelos un aire invencible de Dianas cazadoras de la jungla urabana. Los motivos clásicos de estampa, tomados del catálogo de arte greco-romano, como la Medusa y la guarda greca de su logo, o los detalles de frescos, o ciertas enumeraciones visuales barrocas, trasladados en colores vívidos a telas flotantes o brillantes tomaban un cariz pop mientras que las imágenes Pop Art, como la Marilyn de Warhol, pasadas a incrustaciones de piedrerías sobre envolturas de tul que ceñían los cuerpos al milímetro adquirían una pátina indefinible. Se atrevió, en suma, a poner en un mismo plano los clásicos del salón mundano y los grandes hits de la calle, una fórmula que hoy es moneda corriente.
En un reportaje reciente, Adriana Mulassano, conocida periodista y amiga de Gianni, cuenta que él creía en el glamour permanente, es decir, en una mujer endiosada las 24 horas del día, los siete días de la semana, y con ese fin proponía su estrategia de revelación del cuerpo. No solo femenino, por otra parte. Fue por impulso de Gianni Versace que el Narciso de gimnasio se consagró en la pasarela.
Pero en los años noventa, él demostró una creciente capacidad de síntesis y de simplificación, sin renunciar a sus colores de joyería, de neón, de pigmentos puros, ni a sus hallazgos sensuales, como los vestidos fluidos de malla metálica, un clásico inmediato.
En esos años finales, cada temporada Versace presentaba colecciones que daban de algún modo en el blanco, y se mantenía al tope. Fue obviamente arduo para Donatella Versace ocupar el rol de su hermano. Debió ante todo superar las tensiones que habían ido creciendo entre ellos y encontrar el equilibrio justo entre sus opciones propias y la necesidad de asegurar la continuidad que el público y la industria esperaban.
Tras veinte años, el balance es positivo. Su más reciente colección, Primavera 2018, en septiembre del año pasado, fue un tributo a Gianni, centrado en sus colecciones de los años noventa, fiel a los modelos originales, pero en las hechuras más sueltas que prevalecen hoy. Fue un nuevo triunfo.
Queda ahora esperar cómo repercute la serie, que es parte de American Crime Story. Pero tras cuarenta años de permanencia en la cima de la moda, la saga de Gianni y sus hermanxs merece mucho más, lejos del hilo narrativo secundario en una serie policial cruenta que hoy se nos ofrecen.
Ha habido films inteligentes y atractivos sobre los íconos de la moda contemporánea, en particular los dedicados a Valentino y a Karl Lagerfeld. Basta cerrar los ojos para ver en un flash lo que podría ser la película de Versace. Un asalto a la mirada, un caleidoscopio en colores brillantes, con una banda sonora de alta itensidad y ocasionales momentos de ópera, con un despliegue imparable de desfiles deslumbrantes y vestidos fabulosos, las presencias perturbantes de mujeres y hombres irresisitibles, una lección de moda y una celebración de la vida.