A través de una ventanilla, yo era un testigo de lujo de lo que ocurría a mi alrededor
El tren entra a la estación a la hora señalada, ni un minuto más ni un minuto menos. Estoy en el centro de Europa y decidí utilizar este medio de locomoción para unir dos ciudades imperiales: Viena y Budapest.
Dos ciudades distintas, con identidad propia y una fuerte personalidad, pero unidas tal vez por ciertos lazos intangibles que tienen que ver con la historia vívida y un sesgo de eterno romanticismo.
Estas fueron las capitales de un imperio, el austrohúngaro, y nombres como el de Sissi, la famosa emperatriz -encarnada por una joven Romy Schneider en la pantalla grande-, siguen sonando fuerte.
Mientras el tren lentamente avanza hacia mí, pienso en un detalle no menor a la hora de realizar este viaje: el otoño.
Que maravilloso momento del año para visitar las ciudades: temperatura ideal, días lo suficientemente largos para que no se vayan tan rápido, atardeceres espectaculares y los increíbles claroscuros formados por la luz. Todo esto sumado a la tremenda historia, cultura, mitos y folclore que poseen.
La capital húngara fue mi primera parada. No dejé de caminar ni un minuto. Buda y Pest me contaron cada uno de los secretos de sus calles. Desde el Bastión de los pescadores hasta la Plaza de los Héroes, el Parlamento, la Basílica de San Esteban o la Iglesia de San Matías, el Castillo de Buda y el Mercado Central, sin olvidarme de la calle Andrassy, y todo regado por los generosos ofrecimientos de probar el Palinka local, para después relajar el día en los fastuosos baños termales.
El tren se detenía frente a mí y algunos nombres seguían resonando en mi cabeza como el de Sandor Marai y pensaba en cómo debía haber sido el ambiente en aquella época de entre guerras con los movimientos artísticos e intelectuales viajando muy rápido y con el mapa del mundo cambiando drásticamente. Miraba hacia el alto techo de Keleti, nombre de una de las estaciones más importantes de Hungría y pensaba en aquellos pasajeros hace más de cien años al bajarse del mítico Orient Express, quienes veían las mismas imágenes que yo.
Con un fuerte chirrido, el tren finalmente se detuvo. Procedí a subir al vagón y ubicarme en mi asiento junto a la ventana. Mucha gente con sus pasajes en mano recorrían los andenes, algunos con café y el periódico, otros cargando pesadamente con sus equipajes y pocos, seguramente turistas, tratando de orientarse en la terminal.
A través de la ventanilla, yo era un testigo de lujo y seguía con espíritu soñador lo que sucedía a mi alrededor, sin inmutarme.
Adelante se encontraba la campiña y los paisajes que iba a recorrer por un período de tres horas. Mis ojos de iban a llenar de la bucólica vida del interior de los dos países, llena de pequeñas granjas y colores vivos, tranquilos caseríos y pueblos donde todo sucede mas despacio.
Ya podía ver, en mi mente por ahora, la llegada a Wien-Westbahnhof, Viena (en estos días se llega preferentemente a Hauptbahnhof, la estación central) donde, para aquellos que la vieron se filmó Antes del Amanecer, de Richard Linklater, con Ethan Hawke y Julie Delpy. Podía ver el Hofburg, sus calles, sus monumentales construcciones. Casi podía sentir los aromas de sus cafés y pastelerías.
Todavía me quedaban unas horas para seguir soñando despierto en una maravillosa tarde de otoño en el centro de Europa.