CUENTOS DE LA PANDEMIA XXVII: «Nos casamos»

Mi mesa era la 14. Al llegar me pareció raro que no me juntaran con Nati o con Javier, ambos a la vez en mesas distintas.

Llegué a casa con desgano. Me dolía un poco el brazo después de haberme aplicado la vacuna anti Covid y casi me resbalé con los papeles bajo mi puerta: la cuenta de gas, una revista de moda que mostraba un vestido hecho de barbijos reciclados y un misterioso sobre violeta. Lo abrí. “Nos casamos. Ahora que podemos festejar, tiramos la casa por la ventana. Vengan como quieran, lo único que prohibimos es la joguineta, porque es muy 2020”.

La boda de Tamara y Nacho, finalmente, iba a concretarse. Después de haber puesto una primera fecha que coincidió con el inicio de la cuarentena, no querían esperar más. La fiesta era en dos semanas: el 20 de octubre de 2022. Antes, tener tan poco tiempo de antelación me habría estresado: “Que no sé qué ponerme, que esto me hace gorda, que no me banco los tacos”. Pero ahora, que habíamos sobrevivido a un mundo hecho pelota, aprendimos a exigirnos menos y a perdonarnos el deterioro.

Llegué al salón. La ceremonia iba a ser recién al final de la velada. Nacho dijo que quería casarse cuando estuviera bien borracho y a Tamara le gustó la idea. La solemnidad de la boda fallida los había frustrado y, desde ese momento, estaban seguros que querían tomarse las cosas menos en serio. Por eso, cuando vi mesas numeradas, supuse que era una broma a las fiestas “vintage prepandemia”. Más evidente me resultaba el chiste porque los manteles blancos y las sillas tipo Tiffany, tan del pasado, contrastaban con los centros de mesa hechos con botellas de agua mineral, muy de la movida “cero waste” de los últimos años.

Mi mesa era la 14. Al llegar me pareció raro que no me juntaran con Nati o con Javier, ambos a la vez en mesas distintas. Por ponerme nerviosa al estar frente a desconocidos, me serví una copa de vino blanco. “Yo soy más del tinto”, dijo uno de mis compañeros, que luego se presentó como Jonathan. “Mucho gusto”, dije, y después de chocar nuestras copas pensé que si bien Jonathan no era un bombón, con un poco más vino íbamos a terminar a los besos.

En eso pensaba cuando la voz de Nati me interrumpió. Venía a saludarme, y aunque no estábamos juntas, a ella le había tocado la mesa de al lado. Estaba preciosa con un vestido púrpura, sobrio arriba, acampanado abajo. “Hola, soy Jonathan”, dijo Jonathan, y yo, que ya me sentía vencida por la belleza de Nati, me serví otra copa.

Busqué con la mirada a Javier. Me costó divisarlo porque estaba sentado mucho más lejos. En su mesa había un chico al que ya se le veían los granos a la distancia, un cuarentón panzón y con barba que se parecía al cantante de Massacre y otro cuarentón, panzón y con barba, que era un calco del vendedor de comics de Los Simpsons. Permiso, les dije a los de mi mesa, y me levanté para saludar.

Más allá de que no había un código de vestimenta, Javier se puso un traje. Qué mal que elegía los trajes: sólo parecía tener habilidad para trabajar con las computadoras. Lo saludé y vi el número de su mesa: 00. ¿Se estilaba poner mesas cero? ¿Era una nueva moda que Tamara y Nacho querían imponer?

Volví a la mía. Se sumaron dos gemelas bastante ruidosas y entusiastas que anunciaban que la barra ya estaba abierta y que hacían unos gin tonic geniales. En la silla de al lado, un hombre de unos 70 años miró las gemelas con desprecio y después buscó mi complicidad para decir: “Las pibas de hoy no entienden que la bebida más noble es el whisky”.

Al toque, recibí un mensaje de Nati: “Este casamiento está lleno de crotos y justo me sientan con unas modelitos que me hacen sentir horrenda”. Me di vuelta y vi que la mesa de mi amiga se completaba con una rubia muy alta, que llevaba muy bien su vestido de canutillos plateados. Otra morocha con una piel de porcelana que se lucia al llevar un rodete. Por último, una pelirroja vestida en colores alegres, con un piercing en la nariz y una onda envidiable.

¿Por qué Tamara y Nacho no nos habían sentado juntos? ¿Les parecía gracioso? ¿Habían hecho un sorteo y las mesas habían quedado así, incómodas por naturaleza? “Te veo muy conectada a ese celular y te estás perdiendo este tinto maravilloso, te voy a servir un poquito en la copa que tenés libre”, dijo Jonathan, ya algo borracho.

¿Borracho? Mientras probaba el tinto, que en verdad, estaba muy bien, googleé los números de la quiniela. La mesa 14 era por el borracho, con todos sus exponentes. La turra de Tamara nunca había olvidado cuando en un cumpleaños de ella, y con unas copas de más, pasé a ser el centro de atención al hacer una imitación de Madonna muy comentada. Natalia, claro, estaba con las modelitos en la 15, “la niña bonita”. ¿Javier? ¿Qué le había tocado a Javier? “Huevos”. Qué hijos de puta.

Con copa y celular en mano, les dije a los de mi mesa: “Ya vuelvo”. Una de las gemelas gritó: “Si pasás por la barra tráeme un Cosmopolitan”. Me puse a caminar. La mesa dos era la de “los niños”. Los más aburridos del salón eran los de la 48, “el muerto que habla” pero los de la 59, “planta”, tampoco se quedaban atrás. Incluso los de la 71, “excremento”, tenían pinta de garcas.

Sin soltar mi copa me acerqué hacia Tamara y Nacho, sentados en la mesa principal, que era, por “Casamiento”, la 63. Los miré. Me devolvieron una expresión despreocupada. Los volví a mirar, fijo, y no relajé el gesto hasta que los noté expuestos, incómodos. En ese momento amplié la sonrisa, alcé mi copa y dije: “Salud”.