Murió en 1877. Entre 1835 y 1852 fue el gobernador de Buenos Aires y el principal caudillo de la Confederación.
El invierno de 1877 había venido húmedo y frío, se negaba a irse y se hacía sentir con todo su rigor en la pequeña aldea de Swanthling, cerca de la ciudad puerto de Southampton, Inglaterra.
La chacrita llamada Burgess Farm fue el último refugio de Juan Manuel de Rosas, el hombre que por 20 años manejó a su antojo los destinos de un lejano país del sur.
Al general, que había sido Restaurador de Las Leyes, no lo iba a poder el frío, como no lo habían podido los indios ni los otros “salvajes”, los unitarios de su hermano de leche Juan Lavalle, ni los del Manco Paz.
Tampoco habían podido con él los franceses ni los ingleses. Sólo lo habían podido para siempre los traidores. Pero aunque su tozudez lo negara, estaba en la cama y sin un cobre, “prisionero de sus pensamientos” como le gustaba decir al hombre que había hecho tantos prisioneros por sus pensamientos.
Daguerrotipo del retrato de Juan Manuel de Rosas en el Museo Casa Rosada. / Foto: Gentileza MCR .
En esa prisión, de la que nadie escapa, estaba en aquella segunda semana de marzo en la que se decretaba el fin absoluto de su fortuna, que supo ser incalculable. Escribía sólo a sus muy íntimos que “las gallinas se acabaron, las he comido. Aún he conservado tres vacas lecheras”.
Le causaba cierta preocupación que se agolparan juntos todos los recuerdos como para despedirse, momentos vívidos, personajes intensos de un país rompecabezas.
Allí estaba el pequeño Juan Manuel en las invasiones inglesas al lado de Liniers. El muchacho hecho hombre que desconfiaba de la Revolución de Mayo y de los “jóvenes jacobinos y ateos”.
Aquellas noches de soledad y frío recordaba el general las eternas charlas con Facundo Quiroga sobre la Constitución, sobre el país que había que hacer.
Felipe Pigna
HISTORIADOR
Las mateadas con Lavalle, su adversario. El desprecio por aquel niñito con pocas actitudes campestres enamorado de los libros que le había enviado su padre para que se haga “a las tareas rurales y a la vida”, el pequeño Bartolomé Mitre, a quien despachó a la ciudad como vino, dándole sin saberlo un pasaporte a las tareas literarias, periodísticas, históricas y políticas.
Aquellas noches de soledad y frío recordaba el general las eternas charlas con Facundo Quiroga sobre la Constitución, sobre el país que había que hacer antes de que lo hagan los otros a su imagen y necesidad.
Varias veces le había confesado su enojo a Manuelita por lo que consideraba una verdadera e irónica injusticia de la historia y la literatura: que el nombre de Facundo quedara eternamente asociado al de su mejor enemigo, el “loco Sarmiento”.
El museo municipal Guardia del Monte expone objetos de la época de Juan Manuel de Rosas, en San Miguel del Monte. / Archivo
Entre las agridulces memorias estaba la de su eterna aliada y operadora política Encarnación, y su pedido: “Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuánto importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar voluntades.” Volvía una y otra vez la imagen de Camila, aquella hermosa chica que había conocido muy bien en Casa de los O’Gorman y en su propia casa de Palermo porque cada tanto visitaba a su amiga Manuelita.
Los recuerdos se mezclaban con la fiebre y no había plata para médicos, pero le quedaba su amigo el doctor John Wibblin, quien sabiendo de la pobreza digna de su amigo, actuó “de oficio” y anotició de la gravedad del paciente vía telegrama a Manuelita, quien fue lo más pronto que pudo.
Imagen del día de la inauguración del monumento a Juan Manuel de Rosas, en Avenida del Libertador y Avenida Sarmiento, Palermo. / Archivo
Llegó a Burguess Farm el 12 de marzo, justo para acompañarlo en el último tramo de aquel racconto de una vida que la había tenido a ella también como protagonista absoluta.
Cuenta Manuelia que el 14 de marzo de 1877, cuando se acercó al lecho de su padre, “al besarle la mano la sentí fría. Le pregunté: ‘¿Cómo te va, tatita?’. Su contestación fue mirándome con la mayor ternura: ‘No sé, mi niña’.
Así se iba Juan Manuel de Rosas de este mundo sin una gran frase célebre, con una duda eterna.