El periodista Federico Bianchini cuenta su experiencia en el continente blanco a partir de un viaje que se alargó demasiado y que dio pie a su libro «Antártida: 25 días encerrado en el hielo», editado por Tusquets. Con este trabajo, el autor ganó la beca Michael Jacobs de la FNPI y el Hay Festival.
La idea inicial era quedarme diez días, pero el sábado una mujer que pertenecía a la Dirección Nacional Antártica me dijo que la vuelta estaba programada para el lunes.
—¡Pero son apenas cuatro días, no me alcanza para entrevistar a casi nadie!
—El siguiente vuelo será dentro de dos meses.
—El lunes me parece bien.
¿Qué hacen los militares que viven allí durante todo el año? ¿Por qué eligen aislarse en el fin del mundo? ¿Qué estudian los científicos que, en la precampaña o en la campaña, viajan hasta ese lugar que hace no tantas décadas figuraba en los mapas como Terras australis incognita (Tierra del sur desconocida) y los cartógrafos dibujaban rodeado de monstruos enormes y olas de metros y metros? Ese fin de semana entrevisté al cocinero de la base, al jefe científico, al jefe militar y a algunos científicos: vi, en el cine de la base, la última película de Giuseppe Tornatore, y cuando un militar, casi en un susurro, me advirtió que el sábado la base iba al boliche y que bajo ningún concepto se podían sacar fotos allí, imaginé una bacanal. Gente desnuda, una orgía escandalosa y secreta protegida por el silencio de todos los integrantes del equipo. Nada de eso ocurrió: la realidad fue bastante más aburrida.
En los días que siguieron, descubrí que en la Antártida el tiempo no pasa. Transcurre distinto, como el agua de la profundidad de un lago que se mueve aunque no sigue una pendiente, circula cerrada en un espacio íntimo. En algún momento alguien dice: ¿hoy qué día es? Y otro responde lunes. O miércoles. O catorce o diecisiete, y uno se da cuenta de que hace rato perdió la noción del tiempo.
Me pregunté cómo describir un paisaje e intenté hacerlo: fracasé cada vez. El registro preciso de las olas: ¿son las mismas que van y vienen, vienen y se van, o son unas que llegan y mueren en la orilla y otras que las reemplazan con fuerza? El encastre artificial de las nubes sobre ese fondo iridiscente; el vuelo del petrel que no aletea, se desplaza y en ese fluir aéreo parece disfrutar, el murmullo de los pingüinos. ¿Cómo traducir la sensación que genera la persistencia del viento, la furia de la quietud?
El vuelo de salida previsto para el lunes se suspendió por una nevada y se pasó para el jueves. Pero el jueves, se volvió a postergar. Nadie supo por qué: algunos decían que el avión Hércules había viajado a Haití para una misión humanitaria. No teníamos forma de chequearlo. ¿Hasta cuándo iba a quedarme ahí? Aproveché para seguir haciendo preguntas. Y, así, fui aprendiendo de qué manera, con técnicas de microbiología, pueden aislarse bacterias antárticas para ver cómo crecen a baja temperatura y usarlas para recuperar la contaminación de las bases. Hablé con un técnico en informática que en julio, en la base Belgrano, chequeaba la actividad solar en la Ionósfera en la página de la NASA. Si había tormentas electromagnéticas, se juntaban de a ocho a diez, se abrigaban mucho, llevaban una “bebida espirituosa” y se iban a una especie de cantera que los reparaba del viento. Se acostaban allí, a ver el cielo, con temperaturas inferiores a 30 grados Celsius bajo cero. A veces no veían nada, pero otras el horizonte empezaba a flamear, el cielo se cubría de una niebla verde fluorescente, fucsia o amarilla. Auroras australes: sábanas de luz. Aprendí que, a pesar de las bajas temperaturas, nadie se resfría porque en la Antártida no hay virus ni bacterias de resfrío. Sólo después de los recambios, alguien viene del continente y trae alguna gripe.
Cada vez que alguien me ofrecía hacer algo, aceptaba: me puse un traje enorme que me hacía sentir un astronauta recién aterrizado y fui con la la gente de ictiología a buscar larvas de peces, acompañé a los biólogos de aves a sacarles sangre a los pingüinos y a los de mamíferos a hacer un censo de lobos y elefantes marinos. Me encontré con un pingüino rey empollando un huevo y caminé contra un viento sucesivo y brutal. Tan violento que abrí los brazos, incliné el cuerpo hacia atrás y me dejé caer, pero apoyado sobre los talones, quedé suspendido. Por esa fuerza animal, durante unos segundos, sentí que estaba flotando.
Descubrí que sin obstáculos a su paso, el viento no suena. Se mantiene en silencio. Pero al rozar con la aspereza de las rocas húmedas, la suavidad del liquen, al chocar con el laboratorio argentino, la nieve, el cerro TresHermanos, las plumas de un skúa o el lomo de un elefante marino, surge un silbido, constante y variable. El paisaje se convierte en instrumento musical y el viento ulula incansable.
La vuelta, decían los militares, era inminente. ¿Era inminente? Nadie creía que fuera a serlo. Quizás para no ilusionarse, tal vez porque sabían que las ventanas climáticas se abren y se cierran con la rapidez del relámpago.
Finalmente, después de casi un mes de incertidumbre, el jefe dijo que al día siguiente nos iríamos. Y al día siguiente, nos fuimos. Después de desayunar, llevamos los bolsos al helipuerto. A lo lejos, en la caleta, vimos al buque ruso Vasily Golovnin, 160 metros de eslora. Un helicóptero de doble hélice transportó los bolsos. Luego, nos llevó, en tandas de once, hasta el barco.
Conmigo había militares que hacía 14 meses no veían a sus familias, había un veterinario que cumplía 25 años de casado y, para festejarlo, tenía programado un crucero: Punta del Este, Río de Janeiro. Estaba nervioso porque no sabía si llegaría. Un biólogo que dudaba de si al volver tendría trabajo: el último mes, constante, su jefe lo llamaba para preguntar cuándo volvía. Y él, cada vez, decía: no, no sé, cuando se pueda. Y él, cada vez, pensaba: cuando la Antártida quiera. Cuando me deje volver. Cuando decida que es tiempo. Después de días y días, finalmente, el clima se apaciguó, pudimos salir. La Antártida permitió que nos fuéramos.