Un equipo de 43 científicos, arquitectos, restauradores y conservadores asegura que su estructura está en peligro y trabaja para mantenerlo en pie.
Después de un vuelo de 26 horas y aterrizaje en el aeropuerto Ben Gurion, todavía faltan 60 kilómetros para llegar a Jerusalén, una de las joyas de Tierra Santa. Una región que conmueve, más allá de lo religioso, por el peso de su historia, por su complejo entramado social y cultural, y porque si todas las personas que la visitan contaran las razones de su viaje se podría escribir el libro de deseos más grande del mundo.
La superficie de Tierra Santa es de aproximadamente 26.770 kilómetros cuadrados, un poco más que la provincia de Tucumán. “Este lugar tiene significativa importancia religiosa para el judaísmo, el cristianismo, el islam y la fe de Bahá’i. El Muro de los Lamentos es el sitio más sagrado para los judíos y recibe peregrinaciones desde hace siglos. Allí, creyentes y no creyentes, depositan sus intenciones en las grietas de los muros. Para el cristianismo, los puntos clave son varios y, uno de ellos, es la Basílica del Santo Sepulcro, en Jerusalén, donde Jesús fue crucificado y resucitó”, comenta Benjamin Maich, un guía uruguayo-israelí, especializado en conducir grupos en esta zona.
La basílica que menciona Maich está en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Para ingresar en ella, primero hay que atravesar alguna de las ocho puertas de sus paredes amuralladas. Adentro tiene cuatro barrios: el musulmán, el judío, el armenio y el cristiano. Juntos miden casi igual que nuestro San Telmo. En el barrio cristiano está la Basílica.
Emociones. No hay escalas en los corredores laberínticos de la Ciudad Vieja. O la gente va caminando como en trance, emocionada, buscando –quién sabe– el lugar, el color, el aroma, la experiencia que sacuda sus vidas, o se detiene a comprar objetos que sólo podría encontrar aquí: una réplica –de irreverente mal gusto– de la corona de espinas que le pusieron a Jesús antes de crucificarlo, o unas sandalias que son copia de las que usaba el Nazareno. Todo es historia y todo es consumo entre sus paredes antiquísimas de piedra color arena, el tono típico de la caliza. “Yo me voy a llevar la caja de rosarios de 20 unidades para regalarles a mi familia y a mis amistades”, cuenta Daniela Meza, una ecuatoriana que, por ahora, mantiene el diálogo fluido y que, unos metros más adelante, cuando esté a punto de pisar la Basílica del Santo Sepulcro, empezará a moquear y a decir que allí, frente a ese lugar sagrado, sintió “algo especial”. Y no será la única.
“No te podría explicar bien qué es, es como una energía que te recorre el cuerpo, lo pienso ahora de nuevo y se me eriza la piel”, cuenta Ethan Woodland, un joven católico australiano que hace un alto en alguno de los fantásticos bazares entre las estaciones de la Vía Dolorosa.El trayecto que hizo Jesús cargando la cruz se representa aquí, en la amurallada y vieja Jerusalén, a través de 14 estaciones. Ethan estuvo hace dos horas en el Santo Sepulcro y ahora está volviendo sobre sus propios pasos para repetir la experiencia. Va con un grupo de chicos de su edad y una guía que porta una banderilla blanca. Viva sigue los pasos de Benjamin, quien cuenta que aquí viven muchas familias, y que a las 6 de la tarde se cierran los comercios de los laberínticos pasillos. Para los pobladores de esta zona antigua, la división de los barrios es difusa. Hay una convivencia en armonía.
La estación de la fe. Al pasar la 10° estación de la Vía Dolorosa, las siguientes tienen como escenario el interior de la Basílica del Santo Sepulcro. El guía aclara que no estamos, materialmente, en el lugar por donde Jesús caminó sino en un sitio en donde se venera un misterio de la vida de Cristo. “Un lugar santificado por la oración de los creyentes”, dice el folleto oficial de la Vieja Jerusalén. Al llegar a la explanada de la Basílica, la primera imagen que aparece recuerda a los noventosos avisos de Benetton. La ecuatoriana Meza y el australiano Woodland se mezclan y desaparecen en la marea de fieles de distintas partes del mundo. Se oyen diálogos en inglés y se cuela el español, con fuerza. Meza busca en su cartera de símil cuero una bolsita con pañuelos, rosarios y fotos. Son de varios integrantes de su familia. ¿Qué hará con eso? “Voy a apoyar todo en la piedra sagrada, tengo unos primos que están enfermos, voy a pedir por ellos, y quiero agradecer por mis nietos preciosos. Vine sola, pero tengo los pedidos de todos mis familiares y amigos conmigo, a cada uno le voy a regalar un rosario y un pañuelito que voy a pasar por el sepulcro.” A ella no le importa que el lugar no sea exactamente el lugar. No tiene detalles históricos, pero sabe que fue por aquí donde ocurrió todo. Donde, según su fe, Jesús cargó su cruz, fue crucificado y resucitó. Por eso este sepulcro es santo y por eso la ciencia intenta mantenerlo en pie.El corazón de la cristiandad no puede parar de latir.
Mi gran restauración griega. Antonia Moropoulou es una de las investigadoras más célebres del Instituto Politécnico de Atenas, Grecia. Tiene varios títulos, uno de ellos como ingeniera química, una disciplina vital para comenzar los arreglos del Sepulcro. “Para saber cómo repararlo, lo primero fue hacer un exahustivo trabajo de diagnóstico”, le cuenta a Viva. “Revisamos todo, analizamos todo y llegamos a la conclusión de que sufre un peligro agudo y que debe restaurarse para asegurar su conservación. Toda su estructura, lo que conocemos como el edículo, no ha sido restaurado en 200 años. Por eso este trabajo es histórico y estamos orgullosos de llevarlo adelante”, comenta.
La Basílica está bajo la custodia de diversas confesiones cristianas, entre ellas, los ortodoxos griegos, franciscanos y armenios. “Y para realizar cualquier cambio o trabajo aquí, todas deben estar de acuerdo”, explica el cura argentino Carlos Molina, el cantor oficial de la Basílica por la comunidad latina.
Molina fue uno de los privilegiados testigos del comienzo de las obras de restauración. Desde el sector al que los religiosos tienen acceso, escaleras arriba en la Basílica, la vista debe ser única. El día que arrancó todo, en abril de este año, Molina estaba allí viendo cómo los restauradores empezaban a armar una pasarela con paneles para que, en simultáneo, se pudiera restaurar sin impedir el paso de los peregrinos al sitio de veneración. “Fue y es emocionante”, dice.
Una noche en la Basílica. Para que Moropoulou pudiera trabajar, tuvo que presentarse a concurso y tener la aprobación de las comunidades religiosas que custodian el lugar. El escrito que preparó, el mismo que le mostró a Viva, tiene 250 páginas y un detalle que asombra. Gráficos y cálculos que explican las metodologías para salvar al Sepulcro. Para que la prensa pudiera acceder al lugar y reflejar los trabajos, el trámite de aprobación fue similar. Por eso, solamente dos agencias internacionales de noticias estuvieron presentes cuando empezaron las obras. Y sólo una cadena de noticias, de Estados Unidos, logró filmar esas tareas. El trámite de aprobación puede demorar meses. Sin embargo, sí es posible observar cómo es el trabajo de los restauradores y obreros griegos en el lugar. La investigadora griega Moropoulou contó que, para no interrumpir las actividades de los fieles, la jornada arranca a las 22 y puede extenderse hasta las 5 de la mañana.
En ese horario fue Viva al lugar. Y pasó una noche de trabajo entre los restauradores griegos, que, como si tocaran un capullo, cambiaron los pisos que rodean al edículo. Los paneles que recubren la zona de obra son infranqueables. Tienen un altura de dos metros y cada cuatro placas hay un cartel de No pasar. Si uno pudiera despojarse del entorno espectacular de la cúpula de la Basílica, que se ve como un anillo gigante en las alturas, y no supiera que detrás de los paneles todo es sagrado, el ambiente sería el de una obra común. Una máquina mezcladora, una pila de cerámicos color tiza, percheros para colgar distintos delantales (según la disciplina del trabajador), cepillos con cerdas de varios grosores, cucharas de albañilería, un par de soldadoras con sus lentes de protección respectivos, atriles parar ver planos. Planos. Decenas de planos. Cada intervención, aun minúscula, está detallada en gráficos y croquis. Nada se deja librado al azar.
A las 22, por el ala izquierda de la Basílica, ingresa un grupo de cuatro personas. Sonrientes, no dicen una palabra, y si lo dicen, es en griego. Esta noche, la misión está focalizada en los pisos que rodean al edículo, que luce prolijamente encorsetado por grandes cordones y bandas grises y anaranjadas. Y una cobertura extra de barrotes de hierro que lo protegen de la catástrofe más temida: que no resista y se venga abajo.
“Cada día, cada noche, en realidad, tenemos misiones distintas. Trabajamos con cuatro expertos conservadores, cinco maestros restauradores, tres arquitectos, y en total somos 30 los científicos involucrados”, relata la investigadora griega Moropoulou, la directora científica de esta resurrección arquitectónica.
Madrugada sagrada. A las 2 de la mañana, en la penumbra más inquietante, se oyen ascensores que descienden en el ala izquierda. Llegan refuerzos. Dos hombres más se suman al grupo. Son arquitectos. Extienden uno de los planos sobre las mesitas y muestran detalles de una de las placas que están en los costados del edículo. Y en otros se ven dimensiones de las paredes que recubren la Capilla del Angel, el lugar donde está la cámara del sepulcro, adonde los fieles acceden de a dos o tres: más no entran.
Esas paredes son las que más sufren el desfile incesante de velas que traen los visitantes al Sepulcro. “El contacto, y especialmente la cercanía de las velas, tienen un efecto negativo sobre los revestimientos del edículo. Imagine usted que aquí vienen millones de personas. Y las velas quedan encendidas hasta que se apagan solas. Su luz y calor producen una degradación estética y fisicoquímica. Por eso, todas las placas serán restauradas con procesos químicos de avanzada. Las vamos a sacar, restaurar, y luego las vamos a fijar con tornillos de titanio”, enumera Moropoulou.
Al amanecer, los trabajadores, arquitectos y restauradores se van. No ordenan nada porque ningún objeto o máquina queda, jamás, en situación de peligro. Herramientas y planos esperan a la noche siguiente. A lo sumo, durante el día, alguno de los arquitectos se dará una vuelta para mirar cómo va todo. Moropoulou calculó ocho meses de trabajo. A principios del año que viene, el Santo Sepulcro quedará apuntalado, restaurado y preparado para seguir recibiendo a visitantes de todo el mundo.
Entre tornillos de titanio y vigas nuevas se seguirá conservando el sitio de veneración más popular del mundo, el que guarda la roca sagrada, donde el cuerpo del hijo de Dios fue colocado luego de sufrir el flagelo de la crucifixión. Ese dolor es algo que recuerdan todos los que ingresan en el Santo Sepulcro. Y lloran.