Una periodista de Clarín recuerda su cobertura en Nueva York del 11 de septiembre de 2001. La jornada dentro de un hospital y la búsqueda de la víctima de una foto icónica.
Todos sentíamos que respirábamos polvo. Las sirenas perpetuas, los semáforos parpadeantes en estado de coma y la marea humana que, aturdida, abandonaba edificios de oficinas y hogares para deambular horrorizada y sin rumbo fijo geolocalizaban en Nueva York las coordenadas que mejor definían la idea que cada uno de nosotros se había hecho alguna vez en su vida de cómo podría ser el fin del mundo.
Se decía que había bombas debajo de cada puente de Manhattan. Que era preciso evacuar todo rincón que estuviera habitado porque había riesgo de detonaciones que harían volar la ciudad entera por los aires. Que el golpe letal que derrumbó las Torres Gemelas era el inicio de un rosario de tormentos que el terrorismo de Al Qaeda había planeado para dejarnos en carne viva a todos los que estábamos allí.
Desalmadas, las vidrieras de los negocios de electrodomésticos subestimaban la fragilidad emocional de los que andábamos a metros del World Trade Center: sus pantallas, de variadísimos formatos y tamaños, estaban clavadas en el trágico loop del instante en el que Mohamed Atta debió haber cerrado los ojos para estrellar contra una de las torres el avión que piloteaba luego de haberlo secuestrado.
El metro, ese torrente subterráneo que bombea vida desde abajo, quedó paralizado con rigidez cadavérica. Los celulares no funcionaban. Y las reglas de tránsito se abolieron tácitamente: calles y avenidas se volvieron, al mismo tiempo, peatonales y de doble mano para los autos que circulaban a paso de hombre.
El martes 11 de septiembre de 2001 amanecí en Manhattan a las cinco de la mañana. Era día de elecciones primarias y debía hacer un trabajo práctico para la universidad en la que estaba cursando, becada por Clarín, un master en Periodismo.
Llevaba apenas un mes y medio en Nueva York. Vivía en la 119 y Amsterdam, muy cerca del campus de la Universidad de Columbia, donde estudiaba.
Como en Estados Unidos el voto no es obligatorio, ese 11 de septiembre los comicios abrirían a las seis de la mañana para que la gente pudiera votar antes de ir a trabajar. Pensé, pobre de mí, que si madrugaba y resolvía la tarea, me quedaría el resto de la jornada libre.
Error: fue el día más largo de mi vida.
Estaba en el Bronx, el barrio áspero de Nueva York que había elegido como campo de estudio para el master, cuando el avión hirió mortalmente a la primera torre del World Trade Center firmando el certificado de defunción para los 110 pisos de rascacielos que habían sido inaugurados en 1973.
Volver del Bronx a Manhattan me llevó cuatro horas y unas cuántas súplicas. Caminé la mitad del tiempo y la otra mitad la consumí parándome delante de los autos con los brazos abiertos y explicando que era periodista y que debía volver a Manhattan cuanto antes. Nadie me quiso llevar. Hasta que di con un estudiante de abogacía que aceptó acercarme hasta el puente de Brooklyn. Crucé el puente, desde el barrio que ama Woody Allen hasta la isla, llorando. Antes de bajarme de su auto, el chico me pidió mi número de teléfono. Me llamó esa noche para saber si estaba bien y en un lugar seguro. Eramos prófugos huyendo del espanto.
Las Torres, a punto de desplomarse. / AP Photo/Richard Drew
Cuando logré volver a poner pie en Manhattan, ya se había confirmado que no había sido un accidente sino un atentado terrorista. Busqué un teléfono público que funcionara con monedas y llamé a Marina Aizen, quien por entonces era la corresponsal de Clarín en Nueva York. “Hablé con Buenos Aires. Te toca buscar sobrevivientes”, me dijo Marina, que estaba embarazada de cinco meses y enhebraba, desde su casa y con sus contactos, la trama política del caos.
¿Dónde se buscan sobrevivientes de un atentado al corazón financiero de una potencia mundial que, en minutos, quedó precintado, bautizado como zona roja e inmortalizado como Ground Zero?
“El hospital más cercano a las torres es el Saint Vincent’s”, me orientó Marina.
Caminé hasta el West Village, hasta la calle 12, entre la Séptima Avenida y la Avenida de las Américas, donde estaba el Saint Vincent’s, un hospital elefante blanco que cerraría años después, en 2010.
Al llegar a una de las avenidas, enseguida noté el amasijo de cámaras y cronistas que se apiñaban en el corralito que la policía había montado para la prensa enfrente del Saint Vincent’s, bien lejos del ingreso. Para calmar la ansiedad de los periodistas, prometían partes médicos periódicos con las cifras de las víctimas. Pero yo necesitaba vida. Rastrear sobrevivientes desde allí hubiera sido una quimera.
Opté por encarar para la puerta del hospital que fue fundado en 1849 por las monjas católicas de la caridad y que en su curriculum cuenta con haber asistido a víctimas del Titanic, en 1912.
El ingreso estaba sólo permitido al personal médico que, además de guardapolvo, llevaba una placa identificatoria.
Me dediqué un buen rato a leer los apellidos de los médicos y las enfermeras que entraban y salían hasta que el rostro manso de la mujer bajita cuyo cartelito la identificaba como “Rosa Sandoval” me inspiró confianza. “Usted habla español, ¿verdad?”, me acerqué con prudencia y buscando complicidad en una lengua que muchos latinos intentan ocultar para mimetizarse con los locales. En 2001, los hispanos representaban el 12,5% de la población estadounidense.
“Sí. ¿Busca a algún familiar?”, me preguntó la enfermera con acento portorriqueño.
“Busco sobrevivientes -me sinceré-. Y como veo que sólo entran médicos y enfermeros, quería pedirle si me deja entrar al hospital con usted”. “No la puedo hacer ingresar -se negó al principio-. Pero podemos probar que usted entre a mi lado. Si la seguridad la detiene y le pide identificación, tendrá que irse”. Acepté. Caminé a la par de Rosa hasta entrar y cuando el agente que controlaba el ingreso me pidió mi identificación, ella alzó la mano y le respondió en inglés: “Está conmigo”.
Una vez adentro del Saint Vincent’s Rosa me saludó con una sonrisa y me auguró un buen trabajo. El que le esperaba a ella era mucho peor.
Me abracé a la carpeta de la universidad que llevaba conmigo sólo para cubrirme y que nadie buscara sobre mi pecho la identificación con la que no contaba. Circulé despacio, fingiendo que me movía en un terreno conocido a pesar de que jamás había estado allí.
Adentro del hospital, el movimiento era intenso pero no desesperado. No había gritos ni llantos. Pregunté por la sala de emergencias y me aposté frente a la puerta como si fuera mi primer día en la Guardia Suiza del Vaticano.
Vi salir a un hombre con traje de bombero, maltrecho y con aspecto de haber apagado un incendio con su propia humanidad. Admito que no me sentí orgullosa de encararlo con un “¿Have you been there?” (“¿Ha estado usted allí?”), pero la conmoción de lo que sus ojos habían visto debió ser tal que no se negó a intercambiar dos palabras conmigo. Había llegado con esquirlas en un ojo y estaba preocupado por un compañero suyo al que había perdido de vista entre los escombros.
Subí al primer piso para camuflarme. Ahí me crucé con un joven de saco y corbata con una pierna enyesada. Probé la misma pregunta torpe. Me respondió, escueto y asustado, que cuando escuchó el estallido corrió escaleras de emergencia abajo, se cayó y se lastimó el tobillo.
En el playón del hospital, allí donde las ambulancias descargan pacientes, se improvisó una tarima con víveres, gesto estadounidense que nunca falta en ningún operativo socorro: botellitas de agua mineral, latas de gaseosa, pretzels.
A un costado, decenas de camillas de sábanas blancas encastradas como una pared de ladrillos aguardaban, mudas, el arribo de los heridos que nunca llegaron.
Para no levantar sospechas, nunca tomé apuntes. Ya anochecía cuando salí del Saint Vincent’s. En medio del espanto, sentí alivio. Y pasé por adelante del corralito de prensa donde los colegas esperaban el último parte médico sobre las víctimas del atentado. Volví a pie a mis dos ambientes universitarios sobre la 119 y Amsterdam.
Los cortes de luz, espasmos del atentado que dejó temblando a Nueva York durante los meses sucesivos al 11 de septiembre, me habían dejado sin conexión de internet en casa. Por suerte la fibra óptica del laboratorio de periodismo de Columbia, a la que los estudiantes teníamos acceso durante las 24 horas, había resistido a Al Qaeda. Fue así que logré escribir y hacer llegar el texto a la redacción en Buenos Aires. Esa noche me fui a dormir a las tres de la madrugada y con el estómago vacío.
La emblemática foto del hombre que se suicida arrojandose al vacio antes del colapso de las Torres Gemelas. Richard Drew / ap
Fue la primera de las crónicas que envié desde ese infierno. Y la que me marcó: mi tesis del master consistió en identificar al protagonista de la fotografía de AP que le dio dimensión humana a la tragedia: saber quién era el hombre que, en la desesperación, se arroja al vacío y cae cabeza abajo desde una de las torres.
Esa foto, que había sido tomada por el reportero de AP Richard Drew, ilustró mi crónica que se publicó el 12 de septiembre y atravesó el resto del tiempo que viví en Nueva York.
Semanas después del atentado, contacté a Drew, que estaba casado con una profesora universitaria y tenía dos hijas pequeñas, para que habláramos de la foto.
El 11 de septiembre él estaba cubriendo la Semana de la Moda cuando le avisaron que había gente que se estaba lanzando al vacío desde las Torres Gemelas. Drew abandonó los desfiles, caminó hasta el World Trade Center, levantó su Nikon Kodak y no le dio paz al disparador.
Me llevó meses lograr que habláramos de lo que había sucedido ese día. “Lo que vio fue espantoso. Escuchaba los cuerpos estrellarse contra el piso. Está todavía bajo shock traumático. Cuando él se sienta en condiciones de hablar, te lo va a decir”, me advirtió Molly, su esposa.
Pasamos en su casa dos veladas, espaciadas, comiendo rico, bebiendo y charlando liviana e inofensivamente. Sus hijas se encariñaron conmigo y, en la segunda cita, ya me pedían que las acompañara a la cama.
El 11 de septiembre, cuando le avisaron que había gente que se estaba lanzando al vacío desde las Torres Gemelas. / Richard Drew
Hasta que llegó la noche en la que, después de que yo hubiera arropado a sus hijas para que durmieran, Drew me propuso: “¿Querés que traiga la computadora y veamos todo lo que fotografié ese día?”. Le dije que sí, que sería muy valioso para mí repasar con él sus fotos del 11 de septiembre.
Drew apoyó la computadora sobre la mesa del living y, con generosidad, me abrió las carpetas con las tomas crudas del horror que fotografió. Recordó sonidos y olores y la angustia de los familiares de las víctimas que lo habían contactado creyendo reconocer a sus seres queridos en alguna de esas instantáneas desesperadas.
Fue el primer paso para una investigación de seis meses que se convirtió en mi tesis y me llevó tras los rastros de Norberto Hernández, el pastelero del restaurante Windows of the World que funcionaba en el último piso de una de las torres y que, el 11 de septiembre de 2001, sintió que el mal menor era saltar al vacío.