Antártida: los científicos argentinos que investigan en el fin del mundo

Todos los veranos, expertos del Instituto Antártico Argentino se despiden de sus familias para pasar varios meses en la Base Carlini, donde le toman el pulso a los glaciares, y monitorean las poblaciones de algas, microorganismos, aves y mamíferos marinos

Así empieza una aventura que nos llevará a navegar en aguas heladas, a caminar sobre glaciares acerados, a visitar una reserva de la biosfera casi virgen de pisadas humanas, y a asomarnos a la vida y el trabajo de científicos que investigan en uno de los laboratorios más australes del planeta, en la Base Carlini, la capital de la investigación argentina en el continente blanco.

El vuelo de Aerolíneas nos deja en Río Gallegos, donde, a 200 metros del aeropuerto comercial, nos espera ese gigante de los cielos que hace honor a su nombre, un turbohélice capaz de transportar 20 toneladas entre combustible y suministros. Allí escuchamos por primera vez una frase que se repetiría como un mantra: «A la Antártida uno sabe cuándo llega, pero no cuándo se va». Y nos enteramos de que la travesía está en suspenso hasta que los meteorólogos divisen en sus mapas satelitales una «ventana» que permita el aterrizaje en la pista de pedregullo y arena volcánica de la base chilena Frei.

Estamos por almorzar cuando una llamada telefónica vuelve a alterar nuestros planes: «Salimos en 20 minutos», anuncia Carol Lugones.

La silueta del Hércules se recorta contra el cielo azul. Ya enfundados en la ropa antártica, nos acomodamos en la larga fila de asientos de cuerdas rojas. Sus cuatro turbinas hacen un ruido atronador.

Témpanos, a la entrada de la caleta Potter, son el paisaje habitual de la Base Carlini
Témpanos, a la entrada de la caleta Potter, son el paisaje habitual de la Base Carlini. Foto: Fernando Gutierrez

De pronto, tras dos horas y media de vuelo, divisamos la isla 25 de Mayo entre las brumas del atardecer. Emiliano y Fernando preparan sus cámaras. Y ahí está la pista, un camino de sólo 1200 metros, que pone a prueba la pericia de los avezados pilotos antárticos. El Hércules se zambulle sin vacilaciones y en minutos está frenando entre el repiqueteo de las piedras que golpean el fuselaje.

Caminamos unos metros, y dejamos mochilas y bolsos sobre un remolque al costado de la playa a la espera de poder subir al buque que nos llevará hasta la base argentina.

Es allí donde sentimos por primera vez el rigor del clima antártico. Cae la noche y el viento arrastra una llovizna persistente. Los dedos se nos congelan mientras aguardamos. Finalmente, algunos en un gomón y otros, en la lancha, nos dirigimos hasta el barco para abordarlo por una bamboleante escalerilla de soga. Toda una experiencia.

Nos reciben con comida caliente y con la noticia de que sólo saldremos a la mañana siguiente. Cuando despertamos, la imagen que se divisa desde el puente de mando nos deja sin palabras. A lo lejos se advierten algunos témpanos y, más allá, las construcciones rojas de la base Carlini. Parece una solitaria colonia espacial rodeada de nieves y glaciares, y custodiada por las cumbres rocosas del monte Tres Hermanos y el nunatak (como se denomina a las piedras que emergen entre los hielos) Yámana, dos vigías que se yerguen sobre una inmensidad de espuma blanca.

Masa de hielo

Cubierta de gigantescas masas de hielo de hasta 4500 metros de espesor y barrida por vientos helados, la Antártida es todavía un continente misterioso. A 1000 kilómetros de Tierra del Fuego y a 3800 de África, es el territorio más frío, más ventoso y con mayor altura media del planeta. Allí se almacenan en forma de hielo más de las tres cuartas partes del agua dulce existente en la Tierra. Algunos piensan que si esa cubierta blanca se derritiera como consecuencia del cambio climático, el nivel de los mares ascendería 65 metros.

De hecho, la llovizna que nos recibe no es una buena señal. De algún modo les indica a los científicos, que pasan varios meses por año en estas soledades y que son testigos de las perturbaciones que introduce el cambio climático, que lo que vemos desde la proa del Canal Beagle tal vez sean postales de un mundo en vías de desaparición.

El último continente alcanzado por los seres humanos, protegido por el Tratado Antártico firmado en 1959, y carente de habitantes autóctonos tiene una población formada casi exclusivamente por investigadores, técnicos y, en el caso de la Argentina (que mantiene 13 bases), por integrantes de las tres fuerzas armadas, que les brindan apoyo logístico y colaboran en las investigaciones.

Uno de ellos es Pablo «Kato» Pretz, mayor del Ejército y jefe de la Base Carlini, que vino a recogernos a Frei. Junto con otras 27 personas, entre las que figura la joven ingeniera en sistemas Julia Luna, graduada en la Universidad Nacional de La Plata, «Kato» será el encargado de abastecer los refugios, y preparar el equipo y los alojamientos para la próxima campaña cuando, dentro de algunos días, todos los demás nos hayamos ido.

«Durante el verano la dotación aumenta por las actividades científicas -cuenta-. Este año tuvimos alemanes, italianos, franceses, canadienses y mexicanos.»

«Kato» se fija en su reloj, que además de la hora le indica los niveles de presión atmosférica para prever si se desatará una tormenta, y nos invita a iniciar nuestra estadía de cuatro días con una visita al glaciar. Partimos en vehículos especiales que pueden vadear riachos y ascender terreno escarpado, y en alrededor de 20 minutos estamos en una superficie oscura, brillante y resbalosa que hace difícil la caminata. Aquí y allá se divisan grietas, algunas muy profundas, por las que corre agua líquida y que pueden representar un peligro mortal para los glaciólogos.

Vista de la costa de la Caleta Poter, con el Glaciar Furcade de fondo, hacia la base Carlini, en la Antartida. Foto: LA NACION / Fernando Gutierrez

 

Vista de la costa de la Caleta Poter, con el Glaciar Furcade de fondo, hacia la base Carlini, en la Antartida. Foto: LA NACION / Fernando Gutierrez
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A la mañana siguiente recorremos la base, un conjunto de construcciones de madera distribuidas a lo largo de la costa que da sobre la caleta. En un extremo está la pequeña oficina de sistemas, que gracias a un convenio con Arsat permite a los eventuales huéspedes comunicarse con el continente via mail y Whatsapp.

Después está la jefatura de la base, desde donde se puede hablar por teléfono y un equipo de radio mantiene contínuamente la comunicación con otras bases y con Buenos Aires. Una caseta alberga el corazón eléctrico y rugiente que provee calefacción y electricidad para todos los equipos y construcciones. Y más acá están el comedor donde puntualmente se sirven suculentos desayunos, almuerzos, meriendas y cenas, el laboratorio argentino-alemán Dallmann, el pañol de los buzos, los «tomatitos» (tres construcciones semiesféricas de color rojo que se usan como alojamiento individual), y los dormitorios colectivos.

Liliana «Lili» Quartino es la jefa científica de la base. Estudia macroalgas, plantas acuáticas no vasculares que pueden alcanzar los 10 o 12 metros de longitud, producen oxígeno y alimento, y sirven de refugio a otros organismos. «Mi primera campaña fue en 1989 -cuenta-. En ese momento éramos sólo dos mujeres.»

Desde entonces, volvió incontables veces, mientras sorteaba las dificultades que le imponía la crianza de sus tres hijos. Para la científica, el ecosistema Caleta Potter es inigualable: «Tenemos la posibilidad de alojarnos aquí y mantener un monitoreo continuo desde hace más de 20 años. Eso nos permitió seguir la evolución de los diferentes organismos.»

La mayoría de los científicos viaja durante los meses de verano a estudiar la dinámica de los glaciares, controlar las comunidades de mamíferos marinos y aves, analizar las cadenas tróficas (la transferencia de alimento a través de las diferentes especies de una comunidad biológica), identificar microorganismos de interés biotecnológico (por ejemplo, para su uso en biorremediación de vertidos contaminantes), y realizar estudios geológicos, oceánicos, atmosféricos y climáticos.

Quartino también coordina la colaboración argentino-alemana entre el Instituto Antártico Argentino y el Alfred Wegener Institut, cuyas tareas de investigación se realizan en el Laboratorio Dallmann, donde viven y trabajan investigadores de ambos países.

Las ventanas del laboratorio miran hacia la caleta, un retazo de mar gélido protegido de los vientos. En los días claros, cuando no hay tormenta de nieve, en la margen opuesta se ve la majestuosa pared del glaciar Fourcade, una masa de hielo de decenas de metros de alto que desciende sobre la costa y la recorre hasta donde alcanza la vista como una gigantesca escultura de contornos irregulares y tonos inmaculados.

Cuando los investigadores miran a través de esas ventanas, la imagen que advierten no los tranquiliza: sobre el borde inferior, en distintos tramos, los hielos dejan al descubierto un abominable manchón de rocas negras, un nunatak. Esas piedras volcánicas que quedan desnudas son una señal de alerta tan significativa que ya las localizaron en sus mapas y les adjudicaron un nombre.»¿Ves aquella que está a la izquierda? -pregunta Lili-. Ésa hace un par de años no estaba.»

Los signos de la transformación están a la vista de todos. También los buzos, que se zambullen en las aguas de la caleta en busca de muestras de algas y microorganismos submarinos como parte de las tareas de apoyo a los equipos científicos, están atentos a los desprendimientos del glaciar. Una primera excursión para verlo de cerca fracasa por el viento feroz y las olas de seis metros que hacen temer no sólo por la suerte de los equipos de filmación, sino también de los tripulantes del gomón, que vuelven casi congelados.

Al día siguiente, nos invitan a acompañarlos en una salida para tomar muestras. Sobre varias capas de medias y guantes nos ponemos con dificultad una vestimenta antifrío que nos cubre de la cabeza a los pies.

A medida que nos acercamos en los botes a las paredes más agrietadas escuchamos sonidos graves que presagian un posible derrumbe, por lo que no nos acercamos demasiado a los bordes filosos del gigante de hielo. Uno de los buzos se zambulle atado a una soga que queda en manos de sus compañeros en la superficie. Sirve para avisar si ocurre algo imprevisto y es necesario izarlo rápidamente.

Alerta

El glaciólogo Hernán Sala hace años que le toma el pulso al Fourcade. Según sus mediciones y las de colegas como Ulrike Falk, alpinista y también glacióloga alemana que este año trabaja con él en la campaña, en aproximadamente medio siglo el borde retrocedió más de dos kilómetros. Hay más grietas, más afloramientos y chorrillos (finos cursos de agua fluida), con más caudal. Pero las diferencias no sólo se manifiestan en extensión, sino también en altura. Según datos de GPS tomados a lo largo del último lustro, hay descensos de entre dos y cuatro metros, dependiendo del lugar.

Los pingüinos, protegidos en la reserva de la Isla 25 de Mayo
Los pingüinos, protegidos en la reserva de la Isla 25 de Mayo. Foto: Fernando Gutierrez

El Fourcade no forma parte del manto de hielo porque está en las islas, pero sus transformaciones sugieren la posibilidad de que se presenten escenarios complejos. Según explica Sala, hay varias diferencias entre el hielo antártico oriental y el occidental.

«El primero tiene un espesor de alrededor de 1000 metros mayor y se apoya sobre rocas que emergen por sobre el nivel del mar -destaca-. En cambio, el occidental es más delgado y, por lo tanto, menos frío (-50°C vs. -35°C), y tiene una parte sustancial apoyada sobre rocas que están por debajo del nivel del mar. Supongamos que el hielo sigue adelgazándose. En el sector oriental, seguiría apoyándose sobre la roca y no tendría efecto dinámico. En cambio, en la parte occidental llegará un momento en el que el empuje del agua haría que se despegara del fondo y acelerara su fusión. Es por eso que el manto occidental es un punto tan importante en la criósfera. Si todo el hielo de la Antártida se adelgazara, el manto oriental permanecería, pero el occidental no sobreviviría.»

Marcela Nabte es bióloga y ésta es la tercera vez que viene a la Antártida. Delgada como un junco, amante del deporte, escala el cerro Tres Hermanos todas las madrugadas y por las tardes. Sube hasta los nidos de los petreles de las tormentas cuando no están los individuos adultos y allí controla a los pichones que empezaron a nacer el 10 de febrero.

«El petrel de las tormentas es el ave más pequeña que tenemos en la Antártida -cuenta-. Suele pesar entre 50 y 60 gramos, y llega desde el sur de Francia hasta aquí para reproducirse.» En otras temporadas, trabajó con pingüinos y elefantes marinos. Podemos verlos durante una tarde en la que organizamos una expedición y, junto con el biólogo Pablo Saibene, el arquitecto Julio Villamonte, encargado de la infraestructura de la base, Hernán y Lili, ascendemos el monte, nos metemos inadvertidamente en suelos movedizos y nos aventurarnos hacia la playa entre las colonias de mamíferos marinos que, invadidos en sus dominios, nos persiguen con insólito desparpajo.

Aunque ya partieron la mayoría de los científicos que participaron en la campaña 2015-2016, las cenas en el comedor son animadas. A veces en el cine más austral del mundo, inaugurado por el Incaa, y otras, en el comedor, muchos se reúnen en funciones de debate de películas. Antes del regreso, uno de los miembros de la dotación cumple años y lo celebramos con una gran torta.

Son nuestras últimas horas en estos parajes fascinantes. Se acercan los días oscuros. Todos los experimentos quedarán a cargo de Saibene, el invernante. «Nos espera un trabajo duro -explica-. Durante el invierno el agua se congela, excepto en las profundidades de la laguna cercana. Así que tenemos que extraerla por una cañería en la que una cinta calefactora permite que fluya. Debemos invertir horas y horas simplemente para poder disponer de agua.»

La bióloga Marcela Nabte se despide hasta el verano próximo
La bióloga Marcela Nabte se despide hasta el verano próximo. Foto: Fernando Gutierrez

La tarde anterior a la partida se desata una pavorosa tormenta de nieve. Ulrike Falk desoyó las advertencias de mal tiempo y salió muy temprano con dos acompañantes hacia la ladera opuesta del Fourcade. A las cuatro, se escucha el pedido de rescate por radio. Los buzos se introducen dentro de los trajes y atraviesan la caleta en medio de grandes olas y vientos de 100 km por hora. Cuando ya están volviendo, se rompe la hélice del bote y hay que regresar a tierra. Ulrike y sus acompañantes deberán inclinarse bajo la nieve hasta el refugio coreano, que está a dos horas de caminata, mientras «Kato» sale en rescate de los buzos con una hélice de repuesto.

La última noche hay una ceremonia de despedida. Los que compartimos esta aventura como novatos recibimos un certificado y un aplauso. Ya nos sentimos parte de esta cofradía que se enamora de las soledades inabarcables que la rodean.

A la madrugada nos espera el Canal Beagle, fondeado a lo lejos en la caleta. Entre abrazos con los que se quedan, fotos de recuerdo y cierta melancolía, comienza la lenta retirada, nuevamente en lancha hasta la bamboleante escalerita de soga. Ulrike Falk todavía no regresa y, si pierde este viaje, deberá esperar 15 días y tendrá que volver al continente a través del temible Pasaje de Drake y sus olas de 15 metros, que se cuentan entre las más bravas del mundo.

Cuando ya estamos todos a bordo, vemos una lancha que se acerca. Es Ulrike. Fueron a buscarla al refugio y la traen directamente al buque para que pueda regresar a Buenos Aires, primero, y luego a Alemania.

Desde la cubierta del enorme barco de 130 metros de largo, no podemos quitar la vista de los témpanos dispersos contra el fondo gris, de esa naturaleza extraña y magnífica, pero vulnerable. La base Carlini se aleja suavemente y sentimos que nada podrá borrar de nuestra memoria los días que vivimos con los investigadores que hacen ciencia en el fin del mundo.

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