La espectacular final de los 200 metros en los Juegos Olímpicos de México 1968 tuvo una premiación que se transformó en un ícono de la lucha contra la segregación racial.
A las 17.50 de aquel 16 de octubre, hace exactamente medio siglo, los participantes en la final olímpica de los 200 metros llanos se colocaron en sus tacos de salida ante una multitud que copaba el estadio en México. Todo anticipaba lo que finalmente sucedería, un resultado técnico espectacular: la altitud de la ciudad (2.240 metros sobre el nivel del mar), la atmósfera mágica de aquellos Juegos, las condiciones físicas de los superdotados que corrían, la pista de material sintético que recién asomaba en el ambiente atlético. La velocidad del viento era normal, de 0,9 metros por segundo a favor.
El favorito se llamaba John Carlos, su principal adversario era también su compañero de entrenamientos en la Universidad de San Jose, California, Tommie Smith, pero un tirón sufrido en las semifinales hacía dudar de su estado. Un australiano poco conocido hasta entonces, Peter Norman, había impresionado muy bien en las rondas preliminares, aunque nadie contaba con él para la zona de medallas.
Carlos tomó la curva con la velocidad y elegancia acostumbradas, ingresó a la recta final con cierta ventaja (¿tranquilizadora?). Pero allí asomó Smith quien, haciendo honor a su apodo de “Jet” lo pasó a la altura de los 150 metros y se proyectó hacia una victoria histórica. Era uno de los más apasionantes duelos en esos Juegos apasionantes: Carlos, el hijo de cubanos, proveniente del Harlem frente a Smith, oriundo de Starkville, Texas. Carlos se especializaba en la “velocidad pura” (tenía mejores antecedentes sobre 100 yardas y 100 metros), mientras Smith también poseía el récord mundial de los 400 metros. Y fue, sin dudas, el más grande especialista de todos los tiempos en la dupla 200/400 metros hasta la aparición de otro texano, Michael Johnson.
A falta de ocho metros, Smith alzó sus brazos en señal de festejo, y nadie sabe cuántas centésimas regaló por el camino. Carlos pareció declinar y, entre ellos, casi imperceptiblemente se filtró Norman para adueñarse de la medalla de plata.
Repasemos el resultado:
Smith detuvo los relojes en 19 segundos y 83 centésimas, convirtiéndose así en el primer atleta en la historia en bajar –en condiciones reglamentarias- los 20 segundos. Su récord mundial permaneció casi una década imbatible, hasta la aparición en el mismo escenario del italiano Pietro Mennea. Pero en aquella época, todavía los tiempos se suministraban con el cronometraje manual y a Smith se le adjudicó 19s8.
Norman marcó 20s06, un tiempo que todavía hoy es el récord de Oceanía, en tanto Carlos concretó 20s10 (para ambos, en ese momento, el cronometraje manual se concedió en 20s0). El cuarto puesto fue para el triniteño Edwin Roberts y el quinto, para el francés y campeón europeo Roger Bambuck.
Un mes antes, en otra localidad en la altitud (Lake Tahoe) y durante los Trials de Estados Unidos, Carlos había corrido en 19s7 manuales, que nunca se homologaron por otro detalle reglamentario: utilizó unas zapatillas con excesiva cantidad de clavos.
El gesto inmortal
Pero si lo ocurrido en la pista podía asombrar, lo que sucedió momentos después durante la premiación fue directamente imborrable. Uno de aquellos momentos que quedaron por siempre en la historia del olimpismo, sorprendentes y conmovedores. Aún hoy cuando ya transcurrieron 50 años.
Tommie Smith y John Carlos marcharon al podio junto a Norman. Y al ascender, mientras sonaba una vez el himno de Estados Unidos, alzaron sus puños, envueltos en guantes negros.