Hace medio siglo, el estadounidense jugó en Buenos Aires y fue furor. Y en 1971 se ganó en el Teatro San Martín el derecho a ser el retador de Boris Spassky, a quien luego venció para ser campeón mundial.
Bobby Fischer, acaso el más extravagante y aún hoy indescifrable genio que produjo el ajedrez, murió el 17 de enero de 2008 en Islandia. De su retiro de las pruebas oficiales ya pasaron 45 años, cuando en 1975 se negó a defender su corona mundial frente al soviético Anatoli Karpov, pero de su huella en nuestro país se puede recordar mucho más. La de Fischer en la Argentina fue una historia en seis capítulos. Y dos de ellos, hace medio siglo, elevaron al ajedrez a un nivel de pasión popular casi irrepetible. Sucedió con el Torneo Internacional de Buenos Aires 1970 y con la final del Torneo de Candidatos del año siguiente frente al soviético de origen armenio Tigran Petrosian. En ambas ocasiones, en salas del Teatro San Martín.
La primera visita de Bobby al país fue cuando aún era una joven promesa, con apenas 16 años. Y también lo hizo en 1996, ya casi perdido, al intentar difundir una nueva modalidad del juego: el FischerRandom. Estos tramos finales de su vida, entre los divagues pseudoreligiosos, un fanatismo político incomprensible (llegó a festejar el ataque a las Torres Gemelas) y un casi absoluto abandono personal, en los tiempos de Japón e Islandia, poco tienen que ver con el otro recuerdo. El que pueden guardar con devoción los cultores del ajedrez, estudiando a un especialista único, absorbente.
Fischer nació en Chicago el 9 de marzo de 1943. Su madre Regina era una polaca de ascendencia judía, que tuvo gran influencia en su vida y en sus comienzos ajedrecísticos, y a quien definió como “notable, inteligente y dominante”. En cambio, no conoció nunca a su padre, supuestamente un biofísico alemán de quien Regina llevaba largo tiempo distanciada (Joan, la hija mayor de la pareja, había nacido cinco años antes). Otra versión indica como padre de Fischer a un científico húngaro que trabajaba en California.
Regina atravesó múltiples oficios y varias ciudades de Estados Unidos hasta establecerse en un sitio que resultaría mítico: Lincoln Place 560, Brooklyn, Nueva York. Apenas Joan le regaló un tablero, Bobby se convirtió en un fanático del ajedrez, con una obsesión que desde familiares y amigos hasta maestros consideraron “enfermiza”. Vida, obra y extravagancias de Fischer ya fueron descriptas al detalle en más de un centenar de biografías, pero lo concreto es que a los 15 años se proclamó campeón de los Estados Unidos –el más joven de la historia- sin perder una partida.
Y en esa condición de prodigio adolescente desembarcó para el Torneo Internacional de Mar del Plata, cuya 22ª edición se jugó entre el 23 de marzo y 10 de abril de 1959. El prestigioso campeonato había contado entre sus ganadores durante esa década a nombres como Svetozar Gligoric, Paul Keres o Bent Larsen. Fischer compartió el tercer puesto con 10 puntos con el yugoslavo Borislav Ivkov (hoy tiene 86 años), a sólo medio de los campeones: nuestro querido Miguel Najdorf y el checoslovaco Ludek Pachman. Pero el juvenil norteamericano apenas perdió dos partidas, una frente al propio Pachman y la otra con el chileno René Letelier, quien debutó en esa ciudad en 1936… y participó hasta fines de los 90.
Fischer regresó a la Feliz un año después para el mismo torneo y entonces sí compartió el primer puesto con el que sería su “archirrival”, el hombre que en 1972 lo enfrentaría por el Match del Siglo: el soviético Boris Spassky. En aquel campeonato jugado del 29 de marzo al 15 de abril de 1960, Bobby ganó trece de sus quince partidas y empató otra, pero fue vencido por Spassky y ambos totalizaron 13,5 puntos, quedando tercero con 11,5 pero invicto el soviético David Bronstein.
El estadounidense Bobby Fischer fue tan excéntrico y extraordinario como polémico en sus últimos años. Foto: AP
De esa época ya cuentan que “Fischer iba siempre en zapatillas, jeans, remeras ajustadas, ciertamente desaliñado”. Algo fue cambiando con el tiempo, pero una de las anécdotas refiere que no lo dejaban entrar al Casino hasta que apareció Najdorf y le prestó un traje. “No te preocupes, tengo 25 de estos”, le dijo el maestro. Fischer siempre cultivó un aprecio y un respeto especial por Najdorf y mucho después, al reencontrarse en uno de los tantos torneos que jugaron, le devolvió: “En esto también te gané: ya tengo 26”.
A pesar de que Spassky le había ganado en aquella partida marplatense, los comandantes de la poderosa escuadra soviética, que hicieron del ajedrez un instrumento de propaganda insuperable, tomaron nota de que el joven Fischer podía ser el rival de cuidado en los próximos ciclos del Candidatura. Y ni aún la decepción que le reportó a Bobby su 13° puesto en el Torneo Sesquicentenario de Buenos Aires, en julio de aquel 1960, redujo esa consideración. Se jugó en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la UBA y Fischer sufrió cinco derrotas en el peor torneo de su carrera. Una de ellas fue con el maestro Bernardo Wexler, quien durante varios años fue columnista en Clarín.
Poco tiempo después, al retornar del Magistral de Bled, Najdorf escribió en una de sus columnas en este diario: “Fischer es extraordinario y será el próximo campeón mundial. No creo que ningún otro ajedrecista, ni antes ni ahora, haya sido a los 18 años tan fuerte como él. Ni siquiera Capablanca, otro ejemplo de precocidad y talento. Fischer está en evolución ininterrumpida”.
Acerca de los desplantes y “locuras” que comenzaba a exhibir –le gritó “¡Fuera!” a uno de los ministros del mariscal Tito en ese evento-, Najdorf comentaba: “No se lo puede medir con la misma vara que serviría para juzgar a un muchacho que hubiera nacido en un hogar normal y se hubiera educado en un medio también normal. Su padre fue un hombre rebelde e inadaptado y su madre es una mujer sumamente rara, de reacciones insospechadas”. Según Najdorf, “en la intimidad, Bobby es un excelente cantor de jazz, tiene un talento maravilloso para los idiomas, la economía y otras disciplinas científicas. Dicen que es inculto, pero va recuperando el tiempo perdido”.
Algunos de los ajedrecistas argentinos que conocieron a Bobby en aquel Magistral del Sesquicentenario –Oscar Panno y Raúl Sanguinetti, entre ellos- lo invitaron a cenar una noche y le aconsejaron que completara su educación formal. Bobby, en español, les respondió: “El colegio es inservible, allí no te enseñan nada. Hay que levantarse temprano y lo peor es que no se gana plata”.
Panno volvería a encontrar muchas veces a Bobby, una de ellas en el Interzonal de Palma de Mallorca de 1970, que ganó el norteamericano en forma brillante, con 18,5 puntos sobre 23 posibles. El argentino perdió en la última ronda al negarse a enfrentarlo, en protesta por jugar más tarde que la mayoría de las demás partidas. Bobby fue a buscarlo a su habitación. Según recordó el periodista Carlos Ilardo, Panno sentenció: “Tendrías que ilustrarte. No puede ser que un muchacho como vos no sepa quién fue Napoleón”. Fischer hizo una pausa y le respondió: “¿Napoleón? Nunca jugué con él. ¿Qué torneo ha ganado?”.
El mismo Panno, ex campeón mundial juvenil, estuvo entre los protagonistas del Torneo Internacional de Buenos Aires, en la primavera de 1970, que marcó el retorno de Fischer y el fervor popular por el juego, extendido un año más tarde con la final del Candidatura. Pero el Fischer que había vuelto ya era otro: un verdadero rock star, que exigía un “cachet” de 2.250 dólares, a pagarse en Nueva York y antes de su viaje, luces a su gusto en la Sala Casacuberta del San Martín y cambio del hotel Presidente al Claridge, donde según él “no había tanto ruido”.
Ese Bobby Fischer que se había negado a participar en varios de los ciclos del Candidatura porque consideraba que eran “otra estafa del poder soviético” en el ajedrez y que se había ausentado por varias temporadas de los torneos oficiales, había regresado con todo. Para la Unión Soviética, imbatible en el dominio del título mundial desde la consagración de Alexander Alekhine en Buenos Aires en 1927 –exceptuando sólo el bienio del holandés Max Euwe-, Fischer era una amenaza temible.
En el torneo de Buenos Aires del que el 19 de julio se cumplirán 50 años de su comienzo, Fischer arrasó con 13 triunfos y 4 tablas, totalizando 15 puntos y asegurándose el título a tres rondas del final. Uno de aquellos empates fue con Najdorf después de cinco horas de una batalla que fue reconocida von una ovación para ambos. El soviético Vladimir Tukmakov quedó lejos (11,5 puntos) y Panno fue tercero con 11.
“Fischer vino a jugar porque le encantaba nuestro país; especialmente, la comida. Siempre nos juntábamos con él y con Antonio Carrizo a hablar horas y horas sobre ajedrez. También se fanatizó por Sandro, a quien comparaba con Elvis, y se llevaba zapatos, artículos de cuero y trajes”, contó Miguel Angel Quinteros, por entonces un joven adversario de 20 años, que increíblemente se convirtió en amigo, confidente y asesor del propio Fischer por varias décadas, incluyendo sus tiempos de reclusión.
Bobby Fischer había enfrentado a Tigran Petrosian en Moscú, cuando era un adolescente, Foto: AP
El San Martín siempre estaba colmado. Fischer sentía el asedio de los fans y aunque eran famosos sus desplantes con los periodistas, otorgó varios reportajes. En «La Nación», fue fotografiado por Sara Facio y Alicia D’Amico, y Fernando Lacabe escribió: “Robert James Fischer es sólo un gran tímido, un gran solitario. Un prisionero de su talento, de su fama. Como aquellos que alcanzan la cumbre de algo, se ve admirado, aunque quizá lo único que desearía es ser querido«.
Para Quinteros “alrededor de Fischer se construyó esa imagen de genio, hosco y loco, pero lo cierto es que también le gustaba disfrazarse y pasear solo por Florida o Santa Fe. Y en varias de sus visitas se mostró muy cálido jugando con los aficionados, ofreciendo simultáneas desde La Plata hasta Jujuy”.
En una de esas simultáneas, en los salones de Estudiantes, abandonó sorpresivamente una partida ante Carlos García Palermo, que se convertiría en uno de los principales ajedrecistas argentinos. Curiosamente, 26 años más tarde, fue designado árbitro del match que Pablo Ricardi y el filipino Eugenio Torre jugarían por el nuevo sistema promocionado por Bobby: el Random. Un match que nunca llegó a concretarse. García Palermo contó que, pasado todo, le llegó un mensaje telefónico: “Soy Roberto, llamame al hotel Etoile”. Y el gran maestro completó el recuerdo: “Fui a buscarlo y me pidió que lo acompañara hasta Ezeiza, pues llevaba exceso de equipaje: se había comprado más de cien bolsos de cuero. Lo ayudé a despacharlo en el aeropuerto y nunca más lo vi”.
El fervor popular que provocó el torneo del ’70 fue el trampolín para que Buenos Aires recibiera la final del Candidatura al año siguiente. Fischer enfrentaría al ex campeón mundial Petrosian para determinar el retador del campeón Spassky en 1972. Era el anticipo perfecto para el que resultaría, tal vez, el choque ajedrecístico más grande de todos los tiempos.
Fischer conocía bien a Petrosian, a quien había enfrentado en 18 oportunidades, con tres triunfos para cada uno y doce tablas. El primero de esos encuentros sucedió en 1958, en Moscú, donde un jovencísimo Bobby, ansioso por conocer directamente el poderío del ajedrez soviético, gestionó una invitación para jugar allí. Petrosian, doctor en Filosofía por la Universidad de Moscú, nacido en 1929 en la capital armenia, Erevan, se proclamó campeón mundial en 1963, derrotando a una leyenda como Mikhail Botvinnik. Retuvo su corona tres años después ante Spassky, pero éste se la arrebató tres años más tarde. Era un duelo clásico: la fantasía y la clase de Spassky ante una roca defensiva como Petrosian.
Fischer contra Tigran Petrosian, en Buenos Aires.
Para llegar a Buenos Aires en su intento de recuperar la corona, el armenio batió al alemán Robert Hübner y a Viktor Korchnoi, un soviético que luego se convertiría en disidente al radicarse en Suiza. Pero Fischer, quien después de una década sí había aceptado competir por la corona mundial, atravesaba un momento espléndido: había arrasado en Vancouver a Mark Taimanov, otra de las esperanzas soviéticas, y al danés Larsen (su ex analista) en Denver. Fue 6-0 en ambos casos, resultado inédito en los historiales de los Candidaturas.
A Taimanov esa derrota le costó muy caro. A su regreso a la URSS, fue directamente degradado como si se tratara de “un traidor a la patria”, le quitaron todos sus trabajos, inclusive sus conciertos de piano, en los que era tan virtuoso como en el ajedrez. Tiempo más tarde describió sus desgracias en el libro “Yo fui víctima de Fischer”. Solamente recibió una voz solidaria de sus colegas: la de Spassky, quien como campeón mundial disponía de alguna autoridad y autonomía. “¿Qué pasará cuando todos pierdan con Fischer? ¿Nos degradarán a todos?”, reclamó.
Bobby Fischer y Boris Spassky, en el «Match del Siglo», en 1972. Foto: AP
Una vez terminadas estas semifinales, comenzaron las negociaciones entre los bandos de Fischer y del comité soviético por la sede de la final del Candidatura, que obviamente en plena Guerra Fría debía ser neutral. Fischer quería Buenos Aires, los soviéticos propusieron Atenas… y se resolvió por sorteo. Aquella obra excepcional “Bobby Fischer se fue a la Guerra”, de los periodistas británicos David Edmonds y John Edinow, que describe cada detalle de la finalísima mundial del 72 entre Fischer y Spassky, cuenta que su anticipo, el match de Buenos Aires, “fue un preludio del circo mediático de Reykjavik”.
El ajedrez en Buenos Aires vivió en la primavera del ’71 una euforia que sólo podía recordarse por el Capablanca-Alekhine de la década del ’20 o por la Olimpíada del ’39. Osvaldo Soriano escribió en «La Opinión»: “El match entre Fischer y Petrosian despertó en Buenos Aires una curiosidad que desbordó el ambiente especializado. Los comercios agotaron su stock de tableros y juegos. Los más accesibles, construidos en plástico, aumentaron su precio de 850 a 1.250 pesos. También los libros sobre el tema salieron de los depósitos para atender la voracidad del público. Dos mil quinientas personas colmaron cada día de partida la sala Martín Coronado del Teatro San Martin y las galerías adyacentes donde el experto Herman Pilnik comentaba los movimientos de los grandes maestros”. Describió a Fischer como «un joven hosco; un hombre controvertido, solitario, capaz de desairar a los periodistas que corren tras una nota sensacionalista”.
La organización reservó el mismo hotel para ambos jugadores, con Fischer en el piso 13 y Petrosian en el décimo. Pero Bobby no tardó en pedirle al árbitro Lothar Schmid que le consiguiera otro. “Cuando me encuentro en el ascensor con Petrosian, tiene una cara tan triste que, con solo verle, me hace sufrir”, le dijo el estadounidense. Fischer estaba acompañado sólo por el coronel Ed Edmondson, mientras la comitiva de Petrosian era encabezada por un conocido de la nomenklatura soviética, Victor Baturinsky, un ex fiscal militar, director del Club Central de Ajedrez y descripto como “un stalinista arquetípico de rostro impenetrable”.
Después de ganar su primera partida, el 30 de septiembre de 1971, Fischer fue vencido por el armenio en la segunda. Y en cierto modo, ese triunfo de Petrosian podía considerarse una hazaña: cerraba una racha de 20 victorias consecutivas de Bobby ante los grandes maestros. Una cifra inédita. Vinieron tres tablas, hasta que Fischer volvió a ganar. Y Petrosian se derrumbó: pidió varios días de descanso, argumentando agotamiento y fue diagnosticado por “baja tensión”. Mucho después, Fischer recordaría que “Petrosian se vino abajo”. El armenio contó que “desde la sexta partida, Fischer se convirtió en un genio. Yo, por mi parte, me hundí. Estaba cansado. No sé qué pasó. Pero las últimas tres partidas directamente no fueron ajedrez”. Fischer, por supuesto, ganó esas tres y acumuló 6,5 puntos contra 2,5 de su adversario, asegurándose el triunfo mucho antes de lo necesario.
La multitud de fans se abalanzó sobre el escenario, buscando fotos, autógrafos o saludos de Fischer, que abandonó la sala corriendo por Sarmiento y Uruguay hasta perderse. “Cuando Petrosian abandonó, me corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Yo hubiera querido presentarme ante el público y firmar todos los autógrafos. Pero cuando me empezaron a rodear, sentí un calor sofocante y por eso salí corriendo”, contó un Fischer más amable y feliz que nunca.
El estadounidense recibió un telegrama de su presidente, Richard Nixon: “Su victoria en Buenos Aires le acerca más al título mundial que tanto merece y quiero que sepa que junto con miles de norteamericanos yo le aplaudiré cuando enfrente a Boris Spassky el año que viene”. Nixon necesitaría mucho más que un telegrama –tuvo que enviar al propio Kissinger a las negociaciones- para convencer a Fischer de enfrentar a Spassky en Reykjavik.
El maestro Najdorf pronosticó en su columna en Clarín: “Fischer le ganará la final a Spassky. Fácilmente. Y lo fundamento porque hasta hoy, en toda la historia del ajedrez mundial, no hubo un genio que avasallara así a rivales como Taimanov, Larsen y Petrosian, todos los que parecían a la par». Hasta los propios medios soviéticos elogiaron esa vez al chico malo de Brooklyn. “El gran maestro Bobby Fischer es un fenómeno del ajedrez”, admitió Izvestia. En el Komsomolskaia Pravda escribieron que “en Buenos Aires no sólo se demostró la gran fuerza de Fischer, sino también su envidiable estabilidad psicológica”.
Un desalineado Bobby Fischer deja Japón para exiliarse en Islandia en 2005. Moriría tres años después en esa isla. Foto: AFP
La fiesta concluyó el jueves 8 de octubre, cuando el ministro de Bienestar Social, Francisco Manrique, le colocó la Orden de Mayo a ambos ajedrecistas. El premio para el ganador fue de 7.500 dólares y a Petrosian le correspondieron 4.500. Son cifras que hoy pueden significar poco, pero en su época era distinto: cuando Spassky ganó el título en 1969, su premio fue de 1.400 dólares.
Desde aquel mismo día empezó otra batalla por la sede de la final. El gobierno argentino, con su ministro Manrique como el más entusiasta, llegó a ofrecer una bolsa de 100 mil dólares, mientras Yugoslavia se perfilaba como favorito: 152 mil dólares por jugar en Belgrado o 120 mil por Sarajevo. Apareció Islandia con cifras similares y terminó por convencer a todos. Con Fischer fue más difícil, hasta que Kissinger le sentenció: “Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos”. Aquella ya fue otra historia. Increíble.
Bobby Fischer, ya campeón mundial, se negó a defender su título en el ’75 ante Karpov. Y por una década casi nadie volvió a verlo y nada se supo de su vida hasta que lo encontró un reportero de Sports Illustrated en un bus de un suburbio de Los Angeles. Sus últimas apariciones públicas fueron en aquel intento fallido del FischerRandom, que lo trajo una vez más hasta Buenos Aires, y los penosos escándalos del final. Murió en Islandia, esa tierra a la que estuvo tan ligado.