Por Santiago Fraschina
Al igual que en 2001, presenciamos el desarrollo de la lenta agonía de un modelo político que ya está terminado. Una categorización simplificada del proceso que volvió a instaurarse desde fines de 2015 es la de “neoliberal financiero”. No es el único rasgo en el cuál puede expresarse el neoliberalismo como doctrina, pero sí el que produce transformaciones más dramáticas y aceleradas sobre la estructura productiva argentina. La restauración de un modelo económico sustentado en el sector financiero como factor de acumulación predominante, dejará marcas permanentes en el plano interno. A escasos días de cumplirse tres años de la gestión macrista, la economía atraviesa una profunda crisis, de la cual llevará años recuperarse.
Uno de los aspectos distintivos de este proceso es la velocidad con que el actual programa económico llegó a un punto de no retorno, es decir, en donde las medidas adoptadas solo sirven para estirar la agonía de lo que, a todas luces, está agotado. La aceleración del proceso puede deberse, entre otras razones, a las experiencias otrora vividas, que van formando las expectativas de los agentes económicos como un acto reflejo, sumado al hecho de que el contexto internacional, signado por la vuelta al proteccionismo de las grandes potencias, claramente juega en contra de este modelo.
Desde el arranque de la actual gestión el conjunto de la política económica mostró el linaje ideológico neoliberal de quienes nos gobiernan, desregulando los mercados de bienes y servicios y la triada de mercados cambiario-monetario-financiero, permitiendo la libre entrada y salida de capitales y compra de divisas por parte de los agentes. En lo retórico, la liberalización de la economía conduciría a la asignación eficiente de los recursos, cosa que abunda en la economía mundial, y solo debíamos sentarnos a esperar la “lluvia de inversiones” que traería prosperidad, crecimiento y desarrollo.
Pero lo que ocurrió fue todo lo contrario. La liberación financiera disparó enormemente la fuga de capitales, incluso a niveles superiores a los peores momentos del kirchnerismo. Así, por ejemplo, la Formación de Activos Externos entre enero 2016 y junio 2018 llegó a 45.700 millones de dólares. En un sentido amplio de requerimiento de divisas, el déficit de cuenta corriente en 2016 llegó a u$s 15.024 millones; en 2017 se duplicó a u$s 30.792 millones, un 4,8% del PBI. El primer semestre de 2018 subió al 5,3% del PBI, unos u$s 17.855 millones, para desacelerarse después de la devaluación y contracción económica de la segunda mitad del año.
La contracara de semejantes desbalances fue el retorno al ciclo de endeudamiento externo por parte del estado nacional, haciendo que los argentinos financien la fuga. Así, en el segundo trimestre de 2018 la deuda externa bruta total llegó a u$s 261.483 millones, un incremento del 27,6% respecto de 2017; entre enero de 2016 y marzo de 2018, el gobierno aumentó su endeudamiento en moneda extranjera en más de u$s 83.000 millones. Hoy la deuda pública por todo concepto asciende a u$s 330.000 millones, o el 80% del PBI y sin tener en cuenta la última devaluación, que agregaría 20 puntos. Estos guarismos muestran que el proceso no puede extenderse mucho más en el tiempo.
A mediados de 2018 ya se percibía la fragilidad del modelo. Los mercados internacionales de créditos cerraron las puertas del financiamiento de Argentina y el dólar pegó un salto en su cotización en más de un 100%, superando los $ 40. El riesgo país se disparó, tocando los 800 puntos, la corrida no se frenaba y el gobierno entró en pánico, tomando la decisión de recurrir al FMI como prestamista de última instancia que garantice el pago de la deuda externa. El primer acuerdo duro muy poco, ya que los 15.000 millones de dólares que depositó el Fondo se fugaron en unas pocas semanas. La revisión de lo firmado permitió a las autoridades disponer de más recursos y acelerar las entregas, un total de u$s 57.000 millones que deberán ser devueltos en el próximo gobierno. Pero la sangría de divisas no se detuvo, con una caída de las reservas del BCRA de u$s 3.000 millones en poca más de un mes, hasta los u$s 51.250 millones. La contención del dólar esta sustentada en la elevadísima tasa de interés que ofrece la autoridad monetaria, que llegó a superar el 72% y solo bajó poco más de 10 puntos. El comportamiento en manada de los inversores hizo reflotar la bicicleta financiera y cualquier intento de baja sustancial de la tasa implica un enorme riesgo para el dólar, la inflación y la economía en general. A su vez, esto se complementa con una política restrictiva en cuanto a la emisión monetaria (la base no crece en términos reales) y un muy fuerte ajuste del gasto público primario, nuevamente para buscar generar confianza.
Pasan los meses y la crisis se sostiene en el tiempo. La economía real muestra una proliferación pasmosa de índices en rojo y la expectativa de recuperación ha quedado muy lejos en el tiempo. El Ejecutivo tiene una obcecación ideológica en sostener un rumbo económico que se mostró incapaz de solucionar uno sólo de los problemas que venían a superar con facilidad. El laberinto en el que ha terminado no es más que el reflejo de un modelo agotado. La única alternativa a esta debacle es el retorno a un modelo justicialista económico, que es el único que puede garantizar el empleo y la inclusión, cimentado en base al sostenimiento del poder adquisitivo de los salarios.
(*) Director de la Licenciatura en Economía (UNdAv) e integrante del colectivo Economía Política para la Argentina (EPPA).